En un tren viaja una joven pareja que se dirige a un sitio indeterminado con un propósito igualmente confuso. Ella está enfrascada en la lectura de un cuento. No sabemos nada más. Al rato, sin saber muy bien cómo, los vemos haciendo el amor en el compartimento de al lado.
Así empieza Shirley, con un montaje que ensambla dos realidades aparentemente dispares, como si la lectura del cuento hubiese encendido súbitamente a la pareja. Pero hay más: una vez pasado el calentón, él se va y ella se queda mirando a un espejo, obnubilada por lo que ven sus ojos. Es como si no se viera reconocida en su propio reflejo. Una disociación que comprendemos, primero, gracias a la mirada extrañada de Odessa Young y, después, por el tratamiento alucinado de la escena. Se nos invita, junto al personaje, a mirar a izquierda, a derecha, de nuevo a izquierda… en un ir y venir diseñado para privar al espectador del sentido más básico de la orientación. Josephine Decker, cineasta de origen británico establecida en los Estados Unidos, nos invita a perder el mundo de vista, a quedar varados entre los dos lados del espejo.
Para abordar los entresijos de Shirley, no está de más recordar el anterior trabajo de Decker, Madeline’s Madeline, un estimulante y extenuante ejercicio de inmersión en la mente enajenada de una joven aspirante a actriz. Allí, la cámara nos sumergía en una psique trastornada, que recibía cada estímulo exterior como el ataque de una arma de destrucción masiva.
Con Shirley, Decker redobla la apuesta. Por un lado, reincide en un tratamiento sensorial y atmosférico de la puesta en escena, y vuelve a ahondar en una narrativa opaca, confusa. Pero esta vez la película no se contenta con penetrar en un único mundo interior, sino que transita por las mentes de hasta cuatro personajes.
El chico y la chica se bajan del tren y se meten en una casa donde vive una escritora (Elisabeth Moss en su salsa) y un profesor universitario de literatura (ídem, con Michael Stuhlbarg). Y, de nuevo, no acaba de entenderse qué pacto les ha juntado; mucho menos los resultados que pretenden sacar del mismo. La conexión casi orgánica que existe entre estos cuatro personajes y el escenario que ocupan –una casa que se estremece al son de quienes la habitan– remite irremediablemente a ¡Madre!, de Darren Aronofsky, algo nada extraño si atendemos a que Decker ha reconocido que El cisne negro es una de sus películas de cabecera.
Aquí, como en ¡Madre!, el origen de la frustración de los personajes es el bloqueo artístico, magnificado por un estado de reclusión física y existencial. Empiezan a descubrirse las cartas: resulta que la escritora está peleada con su nueva obra, una novela que no termina de adquirir ni estructura ni propósito. La creación (literaria y cinematográfica) se presenta como un proceso autodestructivo; el genio que llevamos dentro, como ese doppelgänger que tal vez esté intentando aniquilarnos.
Como cabía esperar, Decker traza la historia con una intensidad animal: volcando los cinco sentidos en aquello que parece importante… pero distrayéndose fácilmente con cualquier estímulo que se cruce por el camino. Una actitud idónea para embestir contra todo, desde la llegada de la segunda ola del feminismo hasta la rivalidad en los altos círculos académicos (con momentos que remiten a Listen Up Philip, de Alex Ross Perry), pasando por la cara más malsana de las convenciones sociales.
En Shirley, el cogote de un personaje no siempre se corresponde con su respectivo rostro; los monólogos cambian de recitador en mitad de una frase; y lo que parecía un montaje paralelo de repente se revela como un flashback intercalado que perfila una profecía terrorífica. Debido al exceso de estímulos (visuales, auditivos, intelectuales) a los que nos somete Decker, es fácil acabar desconfiando de nuestros propios sentidos. Prescindir de ellos (y de la razón) parece la única vía para sobrevivir a esta experiencia agitada, caótica, que se saborea mejor una vez reposada, aunque uno nunca termina de asimilarla. He aquí una película que nos seguirá acompañando, nos guste o no.