Uno puede leer apresuradamente por allí algo respecto a la ópera prima de Jeff Nichols y casi de inmediato sentirse autorizado a dudar. De nuevo esta cosa del indie americano, se dirá, con su tendal de familias disfuncionales, con su moralina, con su cansada sordidez apenas encubierta bajo la máscara de su concepción particular del concepto de realismo. Otra vez sopa, en definitiva. Puro pasto para festivales. Shotgun Stories resulta en cambio una sorpresa: Nichols no filma una idea del odio sino el modo en el que el odio se transforma en sistema. El esencial pesimismo que la película destila no es una fórmula impuesta para leer el mundo sino acaso el único sentimiento genuino posible para resguardarse del dolor que parece ser una de sus partes constitutivas ineludibles. En un lugar llamado England, un pueblito perdido dentro del estado de Arkansas (en el cine norteamericano, cualquier sitio que no sea una de esas ciudades que un estudiante de primaria no pueda identificar aunque sea de oídas parece un lugar perdido), tres hermanos reciben la noticia de la muerte de su padre, que hace años dejó el hogar y formó otra familia, engendrando nuevos hijos. Los muchachos abandonados guardan por la figura del muerto un rencor prehistórico, abismal, mientras que los otros, sus medio hermanos que asisten al funeral, oyen el panegírico que se pronuncia en su nombre y asienten conmovidos. El espectáculo aterrador de Shotgun Stories consiste en el enfrentamiento entre las dos familias a causa de un fragmento de memoria que azota el presente. La disputa no es tanto por el hombre en cuestión, sino por la idea que de él ha quedado en el mundo.
La cámara se encuentra esta vez del lado de los odiantes, de los que recuerdan. Pero, de modo magistral, el director no apela jamás al recurso extorsivo del flashback, en el que una oportuna escena clave del pasado se actualiza providencialmente para que el espectador pueda compartir con toda comodidad el punto de vista de los hermanos protagonistas. En Shotgun Stories lo que hay es lo que se ve. Todo otro tiempo se encuentra abolido en la película por este presente de resentimiento absoluto que un breve incidente en el entierro del padre establece como un estallido. Como en los libros de Cormac Mccarthy, un tono de tragedia cósmica atraviesa la película, en la que las penurias del presente guardan con su origen una relación remota, casi imposible de descifrar, pero cuya fuerza destructora resulta a la postre ser incontenible.
En el comienzo de la película, la espalda picada de perdigones del hijo mayor que el espectador puede atisbar brevemente cuando el muchacho se levanta de la cama se encarga de graficar con claridad la voluntad de una violencia antigua que persiste como huella irrenunciable a través de los días. Más allá de ello, no hay nada que deducir de esas marcas, el director no construye un misterio con la incógnita del acontecimiento en el que se produjeron. Como se ha dicho, Shotgun Stories se desarrolla sobre una ardiente planicie sin tiempo en la que el odio se expande como una enfermedad virósica, ajeno a la acción de los hombres. Nuestros hermanos no parecen en verdad tener siquiera un nombre: entre ellos y para todo el mundo se llaman Son, Boy y Kid. Se les suma su amigo Shampoo. Solo el perro Henry, que muere fuera de campo mordido por una serpiente, ha podido acceder a un nombre propio. Todos son al fin parias, su apelativo refiere al lugar que ocupan en una trama de relaciones a la que solo cabe aceptar con una desconsolada resignación; son desheredados de un paraíso que ya no se aguarda y del que no quedan en la memoria ni siquiera restos de imágenes a los cuales recurrir. La simpatía que despiertan los personajes principales en el espectador quizá resida en la posición desfavorable que guardan respecto de los hijos rivales, de los que apenas se alcanza a ver que son un poco más prósperos y acomodados. Como si se deslizara por un campo minado, la película de Nichols parece estar constantemente a la espera de una catástrofe, un momento de brutalidad definitivo en el que la cotidianidad estalle por los aires y en el que el dolor encuentre un cauce definitivo o su inopinada y terrible justificación.