En línea recta hacia la tragedia
Tópico cultivado por el western, el de las guerras de familia admite, a lo largo de la historia del género, dos acepciones. Uno es el de la guerra interna, entre parientes cercanos, representado, por poner un ejemplo notorio, por Duelo al sol, donde era tan mortal el odio entre hermanos como el que enfrentaba a uno de ellos con el padre. Otro es el de la guerra entre familias, cuya máxima expresión es la legendaria colisión entre los Earp y los Clanton, desarrollada, entre otras, en Pasión de los fuertes y Duelo de titanes. Suerte de western contemporáneo, Shotgun Stories fusiona ambas acepciones, en tanto los que están dispuestos a exterminarse son dos linajes de hijos del mismo padre. Todos son Hayes aquí: los de un lado y del otro. Y es posible que, de seguir adelante con la Ley del Talión como lo vienen haciendo, no quede ningún Hayes, de uno u otro lado.
“Era un hijo de puta”, dice Son Hayes (Michael Shannon), durante el funeral del padre. Para rematarlo escupe el féretro, frente a los miembros de la otra rama de la familia, que ahí mismo quieren trompearlo. “Vos nos hiciste odiarlo”, reprochará más tarde a la madre, cuando ya es tarde para tomas de conciencia. Entre una cosa y otra, una y otra rama de los Hayes funcionan de acuerdo con el principio de acción y reacción: un ojo por otro, un diente por otro. Hasta que alguien saque un puñal y algún otro, una escopeta. Más que crecer, Shotgun Stories sigue una línea recta y ascendente: la de la violencia, la de la tragedia. Toda ficción estadounidense sobre la violencia es, necesariamente, metonímica: la pequeña parte que refleja el todo. Más aún si, como en este caso (la película es de 2007), esa ficción se produce en tiempos en que la venganza, presuntamente redentora, ocupa el lugar de política de Estado. Opera prima del realizador y guionista Jeff Nichols, Shotgun Stories muestra a dónde lleva la venganza: a lo que los Estados Unidos comprueban por estos días, si levantan la cabeza y miran hacia Medio Oriente.
Esa línea recta que sigue Nichols, casi sin accidentes dramáticos que la interrumpan, tiene un indefectible manto de previsibilidad sobre la película. Una segunda línea dramática trabaja otro tópico con antecedentes, el de la pereza y lentos tiempos sureños (la película, de ambiente rural, transcurre en Arkansas, patria chica del realizador). Tema tratado en toda la literatura de la zona, de Faulkner al primer Capote, pasando por Tennessee Williams, Carson McCullers y Flannery O’Connor. “No es un juego, es un sistema”, se justifica Son Hayes cuando la esposa le reprocha que se patine la poca plata que tiene en el juego. “Le propuse casamiento a mi novia”, cuenta el hermano menor, “pero no sé cómo voy a hacer, si no tengo ni casa ni estudio ni trabajo, y vivo en una carpa”. El mayor no es mucho más apegado al esfuerzo físico: vive en una casa rodante, entre objetos que no funcionan, mientras pasa el tiempo jugando absurdas trivias de básquet con su hermano. Dejadez, violencia, atavismos que no se rompen: Jeff Nichols no parece tener una alta opinión de su tierra natal.