Los elegidos y los postergados
Algo de western contemporáneo, algo de tragedia “shakespeariana” sobrevuela el entramado de Shotgun stories, ópera prima de Jeff Nichols que se presentó como una de las sorpresas del cine independiente estadounidense hace dos años. Si hay algo que prevalece en una trama que puede considerarse austera es precisamente que ese exceso de austeridad se transmite a la historia desde el primer minuto y a la dosificación de información, que va uniendo los puntos neurálgicos del relato hacia una curva dramática creciente.
A los Hayes los vincula más allá de la sangre -hijos de un mismo padre- un solo y único elemento: el odio. Enfermedad interna que arrastran desde aquel día en que su progenitor decidiera abandonar a Son (Michael Shannon, soberbio), Boy, y Kid, junto a su madre, y así optara por brindarle todo a sus otros hijos, quienes prosperaron económicamente y nunca tuvieron contacto con la otra parte de la familia. Resulta llamativo que los Hayes no se llamaran Hates (traducción vernácula de odio) y siguiendo con el juego de palabras se podría decir que no son para nada casuales los nombres de los protagonistas como una suerte de reflejar metonímicamente (mostrar la parte por un todo) un progreso o juego de roles en la figura de una sola persona, es decir que siguiendo la traducción del inglés estamos hablando de Son como hijo, Boy como muchacho y Kid como pequeño sintetizados una vez llegada la madurez en una sola persona que frente a su entorno juega estos mismos roles de manera simultánea, pues uno fue niño, siguió siendo muchacho y siempre seguirá siendo hijo aunque ya sea adulto para seguramente convertirse en padre.
De este entreverado cruce de relaciones se nutre la columna vertebral de esta tragedia, cuyo contexto geográfico del sur de los Estados Unidos guarda una estrecha relación con la apatía y aridez de sus personajes, casi mimetizados con la sequedad de la atmósfera que los rodea como así también con la pesada carga del pasado a cuestas.
Del mismo modo ascendente por el que transita la línea narrativa, el realizador esparce en cuentagotas la irrupción de la violencia como única directriz para sumergir la historia en una suerte de vacío que en vez de cerrarse se ensancha al dejar abierto el único sendero posible que no es otro que el de la venganza; que comienza casi de forma imperceptible en un incidente menor en un funeral cuando Son escupe sobre el féretro de su padre provocando la ira de sus hermanastros. ¿Se puede transmitir el odio entre generaciones? Esa parece ser la premisa que toma Nichols como punto de partida para llegar a una respuesta evidente, pero no por ello menos real, la cual pese al esquematismo del guión acumula reflexiones y alguna que otra cuota de esperanza sin caer en escapes redentores ni finales efectistas.