Si hay manera de pensar Showroom dentro de un género más allá de la comedia amarga, me tiento por emparentarla con lo que en teatro se llama “grotesco pirandelliano” o su versión argentina, el grotesco de Discépolo. Esta relación la encuentro en la semejanza en el plano semántico: el tema del hombre como portador de una máscara que usa ante la sociedad para ocultar su verdadero ser de la reprobación de sus pares y evitar la comunicación, o bien (como es el caso de Diego, el protagonista) porque está completamente alienado, lo que lo lleva a no poder conectarse con sus sentimientos y manejarse en un entorno de falsedades e hipocresías.
A partir de un juego de oposiciones y contrastes, el director Fernando Molnar construye un mundo y narración particulares. Desde el comienzo podemos ver el choque entre la fiesta que debe dirigir Diego y su estado de agotamiento; su auto destartalado y la camioneta lujosa y último modelo de otro socio del club; la vida entre la naturaleza y una ciudad ruidosa y sobrecargada, reflejada en los planos panorámicos de la autopista (reforzados desde lo sonoro) y en los planos generales de Diego caminando de traje y pelo peinado hacia atrás entre el bosque húmedo de las costas del Tigre; la máscara y el rostro; lo real y lo artificial. Todo esto es Showroom, y es que el título funciona en todos los sentidos dándole a la película una unidad.
El recurso de la repetición también se hace presente y es coherente con el relato. En el caso de repetición de secuencias y acciones, podemos pensar en la representación de lo rutinario. Pero también representan el discurso del capitalismo que a través de la figura de la mercancía nos pinta un mundo donde las series son las que importan y todos los objetos se presentan como iguales, ignorando que en cada repetición hay transformación. El humor cínico que registra la película se emparenta con el de las publicidades. La vida de ensueño que promete “Palermo Boulevard” se destartala cuando es comparada con los vínculos reales y afectivos que las mujeres de la familia encuentran en sus nuevos vecinos del Tigre.
La pregunta sería: ¿qué es el bienestar y qué está uno dispuesto a hacer para alcanzarlo? Lo que nos demuestra Showroom es que todo este bombardeo de publicidades, todo el sistema en sí en el que nos movemos y vivimos, no es más que una construcción. Una entre otras. Y por eso, cuando los personajes llegan a este punto y ven ante sí las alternativas que antes no podían ver, deben tomar una decisión. Es muy interesante cómo se construye este discurso desde la puesta en escena y el relato. Por ejemplo, el recurso de la falsa profundidad de campo creada por las ventanas del showroom de departamentos del maravilloso “Palermo Boulevard”, que prometen un paisaje paradisíaco, son en verdad sólo un cartón ploteado con una fotografía. Y así es como Showroom deja de ser “la nueva de Peretti” para mostrar su mirada genuina, casi un fresco de la realidad de las familias de clase media porteñas.