Showroom

Crítica de Rodolfo Weisskirch - Visión del cine

Se estrena Showroom, de Fernando Molnar. Protagonizada por Diego Peretti, Andrea Garrote y Roberto Catarineu, esta ópera prima de ficción exhibe las vicisitudes del negocio inmobiliario en Capital Federal.
La mecanización del individuo. Diego es un organizador de eventos, cuya energía no está al nivel que se espera de él. Desempleado y endeudado, tampoco puede pagar el alquiler del departamento donde vive con su familia. Gracias a la ayuda de un tío, Diego se muda a una casa en medio de una isla del Tigre.

El mismo tío, a la vez, le consigue un empleo. Vendedor de departamentos de un edificio en construcción de Palermo. Diego debe viajar todos los días de Tigre a Capital, para exhibir un modelo de lo que está vendiendo a futuros interesados. Esto se llama Showroom.

De la misma manera, que Sebastian Schindel –co director junto a Molnar de Mundo Alas y Rerum Novarum– decidió introducirse en el mundo de la ficción, denunciando el negocio mafioso de las carnicerías, Molnar, con mayor sutileza muestras diversas caras del negocio inmobiliario; aunque parece estar más interesado en la mecanización del individuo.

Gracias a un trabajo notable de Diego Peretti, introspectivo y austero, el espectador es testigo del deterioro físico y psicológico del protagonista, que debe adaptar su vida social de clase media urbana a una prácticamente aislada y casi rural, mientras que pasa la mayor parte del tiempo vendiendo hogares en la urbes nuevamente. Molnar muestra con ironía, pero sin emitir juicios, el contraste entre la vida en ambos escenarios, donde la figura de la mujer y la hija de Diego adquieren mayor volumen, cuando ellas consiguen adaptarse al sitio –y construyen una nueva vida social- y el protagonista, aun vive de sueños e ilusiones, de una maqueta tan falsa como la que debe vender.

Molnar sutilmente, construye un relato de denuncia acerca de la competitividad laboral, las falsas apariencias e incluso los contrastes sociales entre el que debe vender y el que construye –divertido duelo del protagonista con los obreros y albañiles- centrándose en la paulatina mecanización de la persona. Diego se transforma en un ser robótico que no hace más que repetir un discurso; es prácticamente un cartón pintado, incapaz de evolucionar.

El realizador no propone una comedia tradicional con un personaje clásico, sino una caricatura social sobre las características del mercado laboral. Por el cinismo e ironía, recuerda al tono de las pocas –pero ingeniosas y memorables- comedias de Costa Gavras.