Padre de familia
El mérito mayor de las dos primeras películas de Shrek había sido la capacidad para transformar una historia de amor tradicional en una historia de humor rebelde, a partir de la parodia, la ironía y esa cosa sin nombre que está al otro lado de la ternura, sin dejar de ser ternura.
En Shrek para siempre, el agotamiento de esas estrategias –que ya asomaba con fuerza de bostezo en Shrek el Tercero– da como resultado un cambio de apuesta: las fichas fuertes del director Mike Mitchell ya no están puestas en el casillero de la comedia, sino en el del despliegue visual.
No nos está dado saber por ahora qué tan mal le está haciendo el 3d al cine: sí podemos saber lo que esa experiencia visual le hizo a Shrek: le quitó muchísima gracia y lo convirtió en un héroe de acción apenas simpaticón. Lo que antes era construcción minuciosa y delirante de un chiste, ahora es coreografía de batallas, de escenas que ¿justifican? el hecho sorprendente de que las cosas se salgan de la pantalla.
Se redujeron, lamentablemente, los guiños a la cultura popular, pero el cuento de hadas no deja de ser una alegoría del presente: esa preocupación por las paradojas temporales y los universos paralelos que hicieron de Lost el mayor fenómeno audiovisual de la época aparece aquí como una especie de excusa retorcida para explotar la franquicia. También se pone en foco una idea del amor y de la redención que por estos días se repite una y otra vez en la particular cultura de disidencia norteamericana: si hay una salvación, si acaso podemos lograr una instancia de felicidad, la clave está en ayudar a los otros. Por ese lado, Shrek 4 vuelve a coquetear con cierta rebeldía.
Y, como en las películas anteriores, Shrek se fortalece por sus encantadores personajes de reparto: Burro sigue siendo una máquina de chistes, y el Gato con Botas aparece entorpecido por una obesidad calamitosa. Pinocho tiene una sola aparición graciosa, y el Hombre de Jengibre se roba el universo paralelo convertido en un luchador romano en desiguales combates contra galletitas con forma de animales. Al villano le falta onda, a pesar de que es afecto a la música electrónica y a rodearse de brujas: Rumpelstiltskin aparece como un muchachito punk caprichoso, de oscuras ambiciones, pero vulnerable a lo que vendría a ser su mejor arma, la estafa.
Todo indica que es la última parte de la saga, y en ese sentido el final es un refuerzo de los finales de las películas anteriores, un acento en la idea de que Shrek y Fiona viven felices por siempre, incluso si viene un loco a querer cambiar el pasado e inaugurar un oscuro universo paralelo. Y viven una felicidad doméstica, una de esas felicidades confortables que se supone son el resultado de una familia armoniosa. Al principio de la película Shrek parece disconforme con esa idea, quiere volver a ser un ogro pulenta, y lo que se le vendrá encima no será tanto el precio de los deseos como el peso terrible y aburrido de la moraleja.