El mundo tiene muchas puertas por abrir para aquellas películas que saben encontrarlas. Si estoy perdido, no es tan grave, lo último de Santiago Loza (ganador del Bafici con La Paz), es uno de esos raros artefactos capaces de interrogar a las personas y las cosas desde lugares múltiples e inesperados. La anécdota es más bien simple: un grupo de actores europeos que nunca estuvieron frente a una cámara se prestan para que un equipo extranjero los filme componiendo distintas historias. El director toma esa premisa como punto de partida y hace una película que pareciera querer contenerlo todo, aunque sea de a pedacitos: qué significa vivir en Europa, estar en pareja, ir a un casting, habitar un país extraño, cantar una canción por unas monedas, conocer a alguien mientras se espera el tren. Los actores, que podría decirse que bautiza cinematográficamente la cámara de Loza, encarnan personajes en una ciudad europea cualquiera surcada por ríos y canales donde todo parece comunicarse y mezclarse. Un primer plano en blanco y negro presenta a cada uno mientras el equipo trata de adivinar su pasado o su personalidad solo mirándoles la cara; el juego divierte tanto al intérprete filmado como a los realizadores, y la película es lo suficientemente generosa como para compartir ese juego con el espectador, que puede, si así lo desea, dedicarse a buscar esos rasgos posibles durante las escenas. Una voz en off explica el proyecto de la película e instala un clima que es el de una poesía urbana y móvil, gentil y contemplativa, hecha a la medida de sus criaturas encantadoras.