Encontrar las formas
Los personajes de Santiago Loza parecen perdidos en Toulouse. Podemos perdernos en el cine y no es grave. En tiempos de selfies, prótesis audiovisuales y condicionamientos tecnológicos, se debería reivindicar a toda película que se interrogue sobre los primeros planos, que se corra sanguíneamente de marcos industriales y proponga crear desde un lugar diferente, honesto y hasta fallido.
Fue Jean Louis Comolli quien escribió en Mirar para ver (1995) acerca de un tipo de cine en el cual se alteran el juego de representación y las expectativas del espectador. Allí defendía esa energía que se aparta de las convenciones y entrecruza los registros. Si estoy perdido no es grave (Si je suis perdu, c’est pas grave) ofrece un espacio lúdico y transmite su búsqueda poética y narrativa como experiencia. La transfiere a partir del momento en que una voz femenina en off nos invita a navegar por las aguas del río y al mismo tiempo por el cauce del film. Entonces, a partir de ese momento, dos niveles transcurrirán en forma paralela hasta fundirse ante nuestros ojos en una misma realidad. Por un lado, en blanco y negro, aparecen las sesiones donde se experimenta con los actores; por el otro, las pequeñas historias en estado larval donde ellos están involucrados, con la bella ciudad de fondo. Si hay algo que reivindica Loza es que no existe un Relato ni necesariamente abundan grandes momentos preconcebidos. Cada acto cotidiano puede ser transformado por la cámara y por la humanidad de quien es enfocado. En este sentido, la relación que se establece entre el experimento del taller y las performances de los actores es proporcional a cómo se piensa una película y qué queda de ella en la sala de edición. Una imagen, un objeto, un rostro, son motores de historias, más allá de su naturaleza. Nunca de una única Historia.
Y si de búsquedas se trata, lo lúdico (ligado también al azar) es una herramienta primordial. La actuación misma responde a esa condición y todo parece ser un constante probar (los castings, los números musicales ambulantes, los vínculos, las miradas que concluyen en cómplices risas inocentes).
Hay un sistema de dualidades que recorre la película. Una es la doble lengua operando en forma constante y por ende, la identidad atravesada por Argentina y Francia. Entre las referencias que Loza incorpora (y que no necesita hacer explícitas) asoma la experiencia del viaje intelectual y la mirada de Francia como destino sacralizado que marcó el horizonte de deseo de varios pensadores y artistas desde el Siglo XIX. Sin embargo, el mito aquí es invertido. “Europa es una idea abstracta” se escucha por ahí y los personajes asumen la pérdida como experiencia simbólica de desarraigo sin dramatismo. Puede ser existencial y narrativa en la medida en que todo está abierto a un terreno de múltiples posibilidades. Están lejos del triunfalismo y la melancolía que atraviesa sus miradas lo confirma. No es una melancolía que empantana, sino que insta a ser creativo y hasta ocurrente (“como todo melancólico cuando se divierte, que es excesivamente entretenido”). En cada una de sus performances, la cámara girará para abrazarlos, porque el film se hace con y para ellos. La idea de vínculo queda de manifiesto desde la advertencia inicial: “un grupo de actores se reúne durante un mes en una ciudad francesa. La mayoría de ellos nunca estuvo frente a una cámara. El director y su equipo son extranjeros. Esta película es el resultado de nuestro encuentro”.
Si estoy perdido no es grave (Si je suis perdu, c’est pas grave) es más que un encuentro. En esa búsqueda escenificada por encontrar la forma, hay un director que se descubre en los otros, sus propias criaturas y regala noblemente pequeñas joyas narrativas.