Algunas reflexiones sobre “Si je suis perdu c’est pas grave”
En youtube se puede ver un video que documenta el estreno de la primera película de Fassbinder en el Festival de Berlín allá por 1969. Al final de la proyección de El amor es más frío que la muerte el director alemán sube al escenario acompañado por el protagonista del film y desdeña, con la misma impronta anarco-punk con que encarna a varios personajes de sus películas, las reacciones de los espectadores que se disputan entre acalorados vítores y lapidarias acusaciones de diletantismo. Contemplada a casi cincuenta años de distancia, probablemente se le pueda reprochar a esa inusitada efervescencia del público cierto esnobismo, a tono con aquellos años de revuelta cultural.
Así y todo, en los tiempos que corren podríamos cada tanto hacer el ejercicio no de remedar sino, al menos, de recordar que existen otras formas de acusar recibo de las películas bien diferentes de las actuales, teñidas de un conformismo y una corrección política que muchas veces no hacen más que poner en espejo lo que se acaba de ver en pantalla. Esto, entre otras cosas, pensaba hace unos días luego de ver, en el marco de la muestra itinerante del BAFICI en Rosario, Si estoy perdido no es grave, la última película de Santiago Loza. Cómodo en mi butaca para presenciar la charla de rigor con el director, tenía la esperanza de que alguien menos cobarde que yo le hiciera algún señalamiento sagaz, aunque sea remotamente. Esto no sucedió. Todo transcurrió de acuerdo al protocolo de ese género discursivo internacionalista conocido por sus siglas en inglés como Q&A (alternadamente el público Q y el director A). El resultado fue apenas un tímido intercambio de preguntas comodín del tipo “¿Cómo fue el trabajo con los actores?” que algún especctador generoso profirió en automático para conjurar el mutismo que se había apoderado de la sala.
La película de Loza llega a las salas con el espaldarazo de varios artículos críticos que, tras endosarle dos o tres halagos templados, delatan su apuro por salir del paso sin detenerse en lo que la película tiene de fallido, teniendo en cuenta la apreciable diferencia entre aquello que se propone y aquello que finalmente consigue.
Hacer una película no sobre un continente -que para un extranjero resulta siempre una abstracción (sic)-, sino sobre la intimidad de un grupo de actores reunidos en una ciudad francesa para concurrir a un taller de actuación: esto es lo que enuncia, didáctica, al mejor estilo Llinás y luego de dar varios rodeos verbales, una voz en off femenina al comienzo del film. La decisión de que esta voz, que irá puntuando el resto de la película, esté articulada en melodioso francés parece responder menos al hecho de que el film transcurra en Francia que a una implícita adscripción de su director al díctum de otra voz en off cercana en el tiempo del cine argentino -la del personaje de Rafael Spregelburd en la película El crítico– de acuerdo con el cual la voz en off en francés es más sofisticada y cuadra mejor al oído del espectador culto. Ergo, agrega ahora este ignoto cronista, cualquier enunciado traducido a la sonoridad delicada de esta lengua quedará nimbado por su legitimidad y pasará a ser considerado poco menos que una pieza de reflexión filosófica.
El hecho de pensarse como un genérico extranjero en vez de asumir su condición de argentino en Europa parece darle a Loza la excusa perfecta para soltar amarras a las condiciones socio-históricas y culturales que configuran esa conflictiva relación y así abocarse sin impedimentos a indagar en la intimidad de sus personajes. Lo cierto es que, desprovista de estas variables, la intimidad no puede ser más que un rosario de rezongos. No hay personas ni personajes, sólo figuras abstractas sobre fondos de postales turísticas. De hecho ese terreno impreciso entre el documental y la ficción sobre el que Loza elige trabajar parece ser más una contraseña para el acceso a festivales que un recurso con el cual se intente decir algo nuevo.
Puede pensarse como un síntoma de esta Argentina políticamente convulsionada la decisión de varios cineastas de ir a buscar al exterior un piso de bienestar primermundista que les permita divagar sin culpas sobre los mundos privados de sus personajes. Quien haya visto Abril en NuevaYork, de Martín Piroyansky, sabrá de qué estoy hablando. Adrián Suar es, en ese sentido, menos culposo: muestra en sus películas la Buenos Aires que se quiere europea y no se priva de bajar línea cuando lo cree necesario.
El resultado de Si estoy perdido no es grave, o, mejor en francés, Si je suis perdu c´est pas grave, es, paradójicamente, una película que replica a su pesar la mirada que el argentino medio tiene sobre Europa, con predilección sobre Francia. Sólo allí, en ese paraíso transoceánico, está la promesa de una vida placentera sin injerencia de factores externos que osen perturbarla. Los trenes llegando rigurosamente a horario y la pulcritud de los espacios públicos funcionando como el epítome de la eficiencia: su visionado puede producir en más de un incauto un efecto similar al del sonido de las campanillas en los perros de Pavlov.