Solidez y sensibilidad, sustantivos que definen la nueva película de Santiago Loza
La gran ilusión es creer que todo lo que hacemos suma secretamente para escribir una gran historia en la que no somos uno entre otros. La historia de un pueblo, de una comunidad, incluso de un sujeto, excede a su contingencia, nos gustaría creer. Es reconfortante pensar que hay algo más. Justamente, el cine fabrica y rubrica la idea, seductora aunque filosóficamente tambaleante, de tener un papel selecto en una gran historia. En el imaginario hollywoodense las vidas son extraordinarias, heroicas y triunfales.
Lo más hermoso de Si estoy perdido, no es grave es su amor irrestricto por los actos cotidianos desprovistos de un sentido superior. Valen por sí mismos, en su propia factualidad. Loza encuentra la forma exacta para articular una película en la que las microhistorias tienen un valor intrínseco. Serán unos 7 u 8 episodios encantadores y a veces melancólicos: una chica cantando un tema de Sandro en una plaza de Toulouse, un hombre que busca encontrarse con alguien, dos mujeres que pasean por una plaza, una joven actriz que tiene que representar a Brigitte Bardot en una audición, el viaje de una madre con su hija a un lugar especial para una de ellas. Anécdotas si se quiere, pero también instantes en los que brilla la dignidad de las personas.
Loza, que no deja de reinventarse película tras película, ha encontrado una veta más amable y accesible para seguir retratando su especialidad: la vida íntima y su expresión sensible. El espíritu de gravedad de La invención de la carne o Extraño ha sido sustituido por una ligereza que puede abordar la soledad, el misterio de la identidad y la fragilidad de los vínculos sin invocar cierta experiencia del dolor que dejaba mudos a sus personajes. Basta ver las sesiones en las que los actores describen a sus compañeros en un taller dictado por Loza en Toulouse (que están incluidas en el filme y que le dieron origen, y de donde surgieron los temas y las escenas a filmar) para verificar una forma de indagación existencial compatible con la amabilidad y la risa.
Entre cada historia y algún pasaje del taller aludido, Loza retrata una Toulouse bella e invernal mediante una subjetiva sin referente que navega por sus canales. Una voz en off en francés nos dice que se trata de un filme que transcurre en Europa pero que no es sobre ese continente, una abstracción para el extranjero, sino sobre un grupo de gente, sobre su calma y su fatiga al terminar el día. El finísimo travelling final hacia atrás en el que se ve a todos los intérpretes caminar durante el atardecer en un puente de la ciudad confirma que ellos pueden ser nosotros. Alguien filmó sus vidas discretas y sus deseos y las embelleció; sin darnos cuenta nosotros éramos el fuera de campo de la propia película y descubrimos que estar perdidos puede ser una experiencia misteriosamente edificante.