¿Cuántas veces nos detenemos en observar al otro para poder comprender lo que realmente le pasa? ¿Cómo se puede suplir la inexperiencia en alguna actividad desde el acompañamiento hacia un buen puerto para lograr construir un relato enigmático sobre la identidad?
El realizador Santiago Loza, una vez más, bucea en el interior de un grupo de personajes, que en esta oportunidad, en “Si me pierdo, no es grave” (Argentina/Francia, 2014), son desconocidos para él, y parte de la idea de invitarnos a sumergirnos en una experiencia fílmica desprendida de un Taller que hace algunos años tuvo en la ciudad de Tolouse.
Junto con Eduardo Crespo (su cámara de siempre), el trabajo de Loza se detendrá en la inexplicable tarea de poder encaminar hacia el mundo del séptimo arte a un grupo de actores no profesionales, que con una experiencia nula en cine y TV, aún se resisten a la cámara, para encontrar juntos la expresividad de la materia fílmica en ellos y poder plasmar sus ideas e inquietudes.
La película a medida que avanza va tramando pequeñas suposiciones a partir de la exposición a la cámara de estos actores, y muchas de las experiencias que se muestran denotan un trabajo previo en la observación de Loza sobre ellos. Nada es ingenuo ni colocado arbitrariamente.
Pero aún a pesar del sesgo, y de una mirada “extranjera”, claramente, el director evita todo el tiempo la cristalización de una composición que caiga en el cliché del lugar común, por lo que el resultado que se va tramando es tan interesante, hipnótico y sugerente como perturbador.
La mirada a cámara desnuda primero los miedos de los protagonistas, quienes se liberan en un juego tan siniestro como demonizador, el de permitir que el otro me defina sin un conocimiento previo de mí y ahí está Loza para reflejarlo.
Luego la apuesta avanza a narrar a esos mismos personajes interactuando entre sí y en la ciudad, un lugar que los contiene, pero que también, en algunos casos, los expulsa hacia zonas inimaginadas de la actuación y la narración.
Nunca sabemos cuál es el límite de la ficción y cuál el del registro documental, porque justamente su cine nos ha acostumbrado la mirada hacia una indefinición que posibilita la confusión a favor de sus historias y que impide juzgar sin antes sopesar correctamente, lo que se muestra en la pantalla.
“Si me pierdo, no es grave” habla de cómo un grupo de personas se expone a un juego en el que ni aún el propio Loza puede saber cuál será el resultado final, y convierte lo vívido de un taller en una propuesta cinematográfica única.
En esa zona “difusa”, en la que nada está claro para nadie, y en la que claramente no se logra volcar el filme hacia una categoría que la pueda nombrar, es en donde el mérito de la película no necesita ya una respuesta sino la búsqueda de más respuestas hacia los interrogantes que desde un principio se plantearon.