Sibila, el documental de la chilena Teresa Arreondo consagrado a la figura de su tía paterna, ex guerrillera de Sendero Luminoso, es un relato que avanza por medio de huellas. En los primeros dos tercios de película, la directora se dedica a cimentar, por medio de testimonios familiares, la figura tabú de quien, con los años, se convirtió en algo así como un fantasma en su vida. Ciertos rasgos temáticos de esta búsqueda podrían remitir a Los Rubios, de Albertina Carri, aunque formalmente no existen equivalencias. La imaginería fashion de Carri, además, suponía el revestimiento de lo que, a fin de cuentas, era la presencia de una ausencia, lo cual no ocurre aquí. El interés por Sibila aumenta a medida que se suceden las entrevistas en espacios cotidianos y las fotografías; tal expectativa acompaña la posibilidad cierta de encontrarnos, al final del trayecto, con ella en persona. Por otra parte, la mirada de la cámara es siempre subjetiva. Salvo en un reflejo espejado, nunca llegamos a ver a Arreondo, tan sólo escuchamos su voz en off. Este recurso del dispositivo técnico, que en otros casos podría propiciar una identificación con el narrador, termina por hacerlo desaparecer. La indagación emprendida trasciende las fronteras familiares para ilustrar, desde su naturaleza de microcosmos, la historia reciente de un país y de una región.
El momento de la verdad llega con todo el peso de las imágenes y las palabras que lo antecedieron, aunque dichas aserciones empalidecen ante la aparición de la legendaria tía. Su rostro permanece tan imperturbable y tan severo como su discurso. Arreondo acierta al no registrar más que eso. Cualquier exaltación, positiva o negativa, habría echado a perder todo el trabajo. La anciana ejerce fascinación con su sola presencia, y lo que se busca no es condecorarla ni condenarla, sino observar su mundo, ese que sólo se revela en la aprehensión serena de quien sabe lo que busca y cómo conseguirlo.