Sicario, la primera, seguramente sea de lo mejor de Villeneuve: el tema del tráfico en la frontera entre Estados Unidos y México dejaba pocos resquicios para que el director hiciera un show personal de tiempos muertos, silencios y musiquitas ominosas, todas cosas que para mucha crítica suelen pasar por profundidad. Algo de eso no podía faltar, claro, pero la brutalidad del relato se imponía y evitaba que Villeneuve arruine la película (como lo haría después con La llegada y la secuela de Blade Runner, dos relatos potentes de ciencia-ficción que el director aplasta con su pomposidad habitual). No es que Sicario: Día del soldado se desprenda por completo de ese trabajo con los climas, pero lo de Stefano Sollima va por otro lado: un poco rústico, sin demasiado timing para narrar, pero con el ejercicio suficiente como para probar ideas con la cámara, el director explota bastante más que su antecesor el mundo material que rodea a los protagonistas y se preocupa menos por el desarrollo de los protagonistas. Los personajes son simples, vectores que se mueven en una única dirección y, como para no complicar demasiado las cosas, hablan poco o, mejor todavía, cuando hablan no revelan mucho, como si se comunicaran solo para intercambiar información esencial o darse órdenes unos a otros. Ahí se siente la mano de Taylor Sheridan en el guion, escritor de gran pulso con un universo narrativo poco variado pero, tal vez por eso mismo, robusto, firme: como en Sin nada que perder y Viento salvaje, acá también hay un puñado de personas desesperadas que persigue o escapa en un desierto (el bosque de Viento salvaje era eso, un desierto congelado). El fuerte de Sheridan claramente es la acción en medio de un paisaje agreste, el medirse con una naturaleza hostil, como lo sugieren, por contraste, las pocas escenas de Sicario: Día del soldado que transcurren en oficinas, donde el guion pone en boca de los personajes los peores diálogos imaginables: ministros sin escrúpulos, agentes del CIA despiadados, todo es un desfile interminables de caricaturas y subrayados con los que la película trata de comentar críticamente la política estadounidense. A Matt, el responsable de la operación, se lo ve muy poco cómodo en esa escena inicial, pero felizmente para él y para nosotros la película pone rápidamente en movimiento el relato, el personaje sale de cacería y adquiere un relieve inédito.
La premisa no tiene mucho de nuevo: la historia cuenta el drama del tráfico de personas desde dos puntos de vista, el del CIA a través de un pequeño escuadrón, y el de Miguel, un chico mexicano que da sus primeros pasos en un cartel ayudando a cruzar inmigrantes por la frontera. Ese pacto salomónico narrativo tiene un objetivo: mostrar un conflicto desde lugares múltiples, tal vez creyendo que la presencia de muchos puntos de vista trae consigo necesariamente diversidad de miradas. Digamos que ese comienzo no promete demasiado, a lo sumo garantiza el típico balanceo moral del cine políticamente correcto, donde las culpas por los males del mundo aparecen repartidas. Pero Sollima y Sheridan se toman en serio la premisa y hacen algo más interesante: acá no se trata de equiparar responsabilidades, de “escuchar las dos campanas”, sino de seguir a distintos grupos de personajes en una escalada de violencia y envilecimiento que hace imposible cualquier tipo de cercanía. Tanto de Matt como de Miguel se sabe poco y nada, la película apenas delinea una situación narrativa general para cada uno y con eso alcanza: el guion hace esfuerzos denodados para evitar las simpatías con los personajes y, en cambio, intenta por todos los medios que nos fijemos en la tensión con la que se mueven y miran, el aplomo de Matt y las dudas de Miguel, el orden terrible de cosas que los dos alimentan. Mientras uno se traslada a sus anchas por un mundo que domina a la perfección, el otro descubre las miserias de los migrantes y los beneficios de ingresar a un cartel. Todo lo otro, los políticos que mienten ostensiblemente en televisión o las reuniones secretas donde se traman acciones ilegales son relleno, parecen agregados escritos por algún aficionado a los statements panfletarios al que no le gusta mucho el cine. La potencia de Sicario: Día del soldado circula por las zonas más físicas de la película, como en la larga secuencia del convoy que atraviesa el desierto y es interceptado por toda clase de enemigos. Alguien de la Nouvelle Vague decía que se puede hacer una película solo con un auto, un hombre y una mujer; resulta que varios autos y algunos hombres armados también son condición suficiente para que un director levemente inspirado filme buenas escenas. Ahí también hay que reconocer el oficio de Josh Brolin, su facilidad extraordinaria para transmitir el nervio de la escena sin decir una palabra ni exagerar los gestos, algo de lo que es incapaz Benicio del Toro: sus silencios son de un calibre infinitamente menor, se sienten forzados, como si uno no pudiera evitar ver al actor en vez de al personaje.
La película viene bien hasta que se acerca el momento de los desenlaces y se suceden pifias que incluyen nada menos que a una pareja sordomuda, una vuelta de tuerca inverosímil (o más de una) y una resurrección que parece sacada de Mad Max, una pasión de Cristo o algún otro drama desértico.