La idea de una secuela para Sicario era extraña: la película del 2015 demostraba una intensión autoconclusiva, sin proyecciones de saga. Su búsqueda formal proponía un relato frío, moralmente espinoso, de ritmo tenso y eventos descarnados, pero cohesionado por la intuición poética de Denis Villeneuve, autor hábil para la abstracción hipnótica que alcanzó la gloria con La llegada (2016) y regaló momentos seductores en Blade Runner 2049 (2017).
Esta vez, Villeneuve no estuvo vinculado al proyecto, entonces uno se pregunta: ¿cómo darle continuidad a un producto clausurado en su desinterés narrativo? El éxito de Sicario fue un tanto inesperado, algo así como una revelación de taquilla, pero el mérito no residía en un guión novedoso ni en una campaña de marketing, sino en la gracia de un autor. Lo que intenta Sicario 2 es sostener esta gracia bajo la ausencia del autor. Un nuevo relato exigiéndole al nuevo director la estética de Villeneuve.
El resultado es tan desconcertante como esos ejercicios estilísticos que proponen los talleres literarios. Sicario 2 logra un aire familiar e impostado, difícil de tomar en serio por su carácter de copia pero relativamente óptimo como relato. No es una mala película, el problema es que los elementos conceptuales y líricos del 2015 giran en el aire sin que el director asignado, Stefano Sollima, pueda entrelazarlos.
Emily Blunt como el nudo ético entre protocolos y accionares parapoliciales ya no está, así que la trama recae enteramente en Benicio Del Toro y Josh Brolin, dos seres decididamente periféricos a la ley. La confección de estos personajes tiene sendos pecados: hipérbole de inescrupulosidad en Brolin e inconsistencia psiciológica en Del Toro, que se moviliza por un impulso rústico: la venganza. No obstante, para que el perfume de Emily Blunt regrese, ambos personajes tocan fondo y se cuestionan sus límites. Allí aparece un desarreglo obsceno en el esquema de Sicario 2: la duda en estos monstruos no es creíble ni tonal, menos si el motor es la hija de un narcotraficante que deciden proteger.
Stefano Sollima también abre la subtrama de un aprendiz de narcotraficante por dos razones: crear un personaje potable para una tercera entrega y exhibir con regodeo insólito el tráfico de personas en la frontera entre México y Estados Unidos. Si el filme de por sí se obnubila en su barniz sanguinario, la representación del drama migratorio resulta abominable. “Son ovejas, trátalos como tal”, le dirá un personaje a este aprendiz, y escena siguiente veremos cómo una señora muy mexicana se ahoga cruzando un río porque el aprendiz le ordena al resto que la dejen, que no vale la pena.
Quizás tampoco valga la pena esperar una tercera parte.