Una agente del FBI lidera una operación en Phoenix, Arizona, que culmina en un descubrimiento macabro: los caminos del narcotráfico no sólo están pavimentados de cadáveres, sino también edificados y decorados en base a éstos. La lección parece obvia y, sin embargo, no deja por ello de ser impactante: pronto la protagonista descubrirá que cada vez que cree estar aportando algo a una causa, apenas está arañando la superficie. Vemos los refugios, las cuevas y los túneles donde se esconde lo perverso, pero no vemos de qué están hechos. La dirección postal donde reside el diablo apunta a México, por el sólo hecho de que hace no tanto tiempo el hogar de Medellín se cayó (o lo cayeron) a pedazos, una vez que los cimientos ya crujían demasiado.
La idealización y una cierta inocencia (quizás algo exagerada para el rol que ocupa el personaje, es cierto) llevan a la protagonista a adentrarse en la boca del lobo, acompañando campañas de “limpieza” más profundas. ¿Pero quiénes son esas personas que la acompañan a ella? ¿Más colegas del FBI? ¿La DEA? ¿La CIA? ¿Servicios de inteligencia y contra-inteligencia? Poco importa cuando, de un lado y el otro, los métodos no parecen tan distintos, mientras los profesores se vuelven alumnos y viceversa. La droga aparece representada en una mansión construida por corruptos arquitectos, alguna vez instruidos por los mismos que hoy planean su demolición.
Sicario es la más reciente fábula desgarradora de Denis Villeneuve, un director empecinado en mostrarnos el mundo tal cual es, al menos según su visión pesimista: de apariencia hermosa en su exterior, de corteza hipócrita y horrible en su epicentro. Luego de las excelentes Incendies, La Sospecha (Prisoners) y Enemy (El Hombre Duplicado), su tono puede que no sorprenda pero no por ello acaso no inquieta. No hay “buenos”, no hay “malos”, no hay “redenciones”, “finales felices” o “tristes” sino simplemente humanos, haciendo lo mejor que saben hacer: perpetuarse e intercambiar poderes, en una lucha a veces librada detrás de una moral altamente ambigua. Y sí, como podemos ver, todos tienen familia y no por eso deberíamos sentir empatía o desagrado por ellos. Sin héroes ni villanos, las cosas a veces se tornan un tanto más complejas.
Es ésta misma moral ambigua la que pone al frente de una guerra a un herido perro de caza como Alejandro (impecable Benicio del Toro), que empatiza, sangra y siente, pero no flaquea a la hora de tomar decisiones difíciles. Tiene en claro algo: no hay bandos y la guerra está perdida. Ése, irónicamente, es el único motivo por el cual vale la pena seguir luchando. Del otro lado está Matt Graver (Josh Brolin), líder cuestionable que actúa distendido pero inquebrantable, presenciando escenas descarnadas que, como todo, después de un rato en la vida se vuelven rutina y apenas otro día en la oficina. Y nuestra protagonista, claro, que poco a poco va aprendiendo que nada es lo que parece, y que no existen bondades sino tan sólo “lo que es malo” y “lo que puede ser peor”. La doble moral no se desata sólo en el campo de batalla, o será que éste acaso no se limita al terreno de las historias de malvados y héroes. La pelea comprende apenas dos figuras: productores felices de un lado, y consumidores ciegos del otro, que manejan la misma doble moral de quienes (a veces) critican. Nada más, nada menos.
Villeneuve esboza con notable pulso una desesperanzada teoría de caos eterno, y sin tomar partido ni ponerse (demasiado) pretencioso, concluye el film de manera lógica e impactante. Se rumorean ya candidaturas tempranas al Oscar, muchas de ellas justificadas, y posibles secuelas. El absurdo loop que implica el tema del film, en eterno y triste crecimiento, podría alimentar cientos de miles de adaptaciones y, como sabe el director y los guionistas de esta película, jamás quedaría viejo.