La ley y el orden
Hay todo un conjunto de películas que podrían agruparse bajo un subgénero al que podríamos denominar “social burgués”, ideales para sectores medios -entre los que me incluyo, debo admitirlo- que necesitan observar determinados temas perturbadores a la distancia, horrorizándose ante lo lejano, pero tranquilizándose a la vez porque lo que se observa es un otro muy distinto a uno. El cine hollywoodense ha construido toda una tradición alrededor de esto, y en la Argentina hemos seguido sus enseñanzas casi al pie de la letra: ahí tenemos a Relatos salvajes y El clan como ejemplos paradigmáticos de un cine destinado a un público de clase media y que a la vez mira hacia afuera buscando premios a nivel internacional, avalada por una crítica nacional cuanto menos complaciente, que muchas veces aplaude lo que reprobaría con similares expresiones de afuera. Sicario es otro ejemplo más de esta vertiente, y uno interesante, porque su potencia visual y discursiva esconde vacilaciones, idas y vueltas, avances y retrocesos, unas cuantas capas de sentido y ambigüedades.
El arranque de Sicario es demoledor, pura fisicidad e impacto desde el profesionalismo. Ese operativo que encabeza la agente del FBI Kate Macer (Emily Blunt) a una casa que resulta estar repleta de cadáveres ocultos dentro de las paredes por orden de un cártel de drogas, es una secuencia opresiva, asfixiante y pavorosa, que coquetea definitivamente con los climas propios del cine de horror, siempre desde el profesionalismo extremo. Allí se ven buena parte de los méritos de la película de Denis Villeneuve, un realizador que en Incendies y La sospecha había demostrado que le importaba demasiado poner el mensaje por encima de todo lo demás y afirmar a los gritos cosas importantes, pero que se permite ceder en unos cuantos momentos al pleno desarrollo de las acciones, permitiendo que sean ellas las que se conviertan en discurso. Cuando el film se concentra en crear climas claustrofóbicos, en instaurar al terror como paraguas genérico -aprovechando la excelente banda sonora de Jóhann Jóhannsson-, concibiendo al narcotráfico como un espacio difuso, capaz de convertirse en algo cercano, es cuando más crece, cuando mayor complejidad adquiere.
Pero claro, Villeneuve no puede con su genio y, de la mano del guión de Taylor Sheridan, se apresura en sentenciar, en bajar línea, en explicar demasiadas cosas. Y en eso, llamativa pero lógicamente, el principal problema es la protagonista: Kate es el personaje que encarna la ley y el discurso biempensante en ese viaje infernal que emprende acompañando a una unidad de elite encabezada por un agente de la CIA, Matt Graver (Josh Brolin), y tipo misterioso, que de a poco irá revelando una agenda propia, llamado Alejandro (Benicio Del Toro). Los otros dos encarnan la búsqueda de un orden -tal como le dice Graver a Kate- que no necesariamente esté encuadrado en la legalidad, sino que sea controlable por parte de los Estados Unidos. La dificultad de Kate como personaje no radica en la performance de Blunt -una actriz capaz de encontrar el espacio justo entre la fragilidad y la fortaleza-, sino en las líneas que porta: es el sujeto al cual le tienen que explicar todo -no sea cosa que el espectador se haya perdido con algo- y que realiza observaciones sobre el mundo que la rodea que son pura ingenuidad y que en cierta forma rozan lo hipócrita, porque ni siquiera es que su punto de vista es idealista. La ley que encarna se queda en los abismos de la irrealidad.
Pero lo peor es la subtrama que desarrolla el film, donde se sigue a un policía mexicano -que luego tendrá un papel relativamente importante en el final del relato- y el vínculo con su familia, en particular con su hijo. Son minutos de pura arbitrariedad y obviedad, de retórica vacua, de lo peor que puede dar la mirada políticamente correcta que pretende que le importa lo que pasa a su alrededor pero siempre contempla a los demás con un paternalismo elevado a la enésima potencia.
En verdad, Sicario debería haber sido más directa y concreta, tomando como protagonistas a Graver y Alejandro, quienes son verdaderamente profundos porque carecen de esa pesada mochila llamada culpa. Cada uno tiene su propio objetivo -aunque la misión los une en sus respectivos propósitos- y van para adelante sin miedo al qué dirán, a sangre y fuego, porque así se lidia con la escoria del mundo. En eso representan al auténtico estadounidense, a ese que está convencido de lo que hace, de que encarna el Bien frente a un Mal que son las drogas, y que no le debe explicaciones a nadie. Son América, y América los necesita. Pero claro, Sicario sale de Hollywood, donde impera la culpa. De ahí las disquisiciones, las vacilaciones, la necesidad de remarcar todo, porque permiten, otra vez, distanciarse, seguir mirando a lo lejos, no sea cosa de hacerse verdaderamente cargo.