El cine incurable.
La etiqueta “telefilm” suele utilizarse peyorativamente para calificar a un largometraje destinado a la pantalla grande, es decir, una película que retóricamente ofrece una estrategia austera en sus modos de fotografiar, encuadrar y exponer una puesta en escena, lo mismo para otros aspectos como la música, la cual suele utilizarse para reforzar estados de ánimo de acuerdo a los momentos de la historia. Generalmente, en la dimensión temática, los “telefilms” fortalecen su razón de ser, es así que las luchas del hombre común ante una situación adversa cobran una superficie magnánima, específicamente las relacionadas con enfermedades terminales o muertes inesperadas de familiares. El objetivo es meramente la exhibición en TV. Todos los casilleros mencionados del formato los tacha Siempre Alice, a excepción del soporte en el que se piensa su proyección, aquí hablamos de cine, a priori.
Sin reparo y sin indulgencias, la historia se amolda al formato telefilm, y así se da rienda suelta a la cabalgata de situaciones esperables en una historia sobre el Alzheimer, una enfermedad que duele más que ninguna en ciertos círculos. La historia se centra en Alice Howland (Julianne Moore), una importante lingüista de la Universidad de Columbia, además madre de tres hijos (todos adultos) y esposa de un importante científico; toda esta presentación se hace en la primera escena, en la que notamos el primer alerta: un pequeño olvido durante un discurso importante. Gradualmente estos descuidos y problemas de memoria se hacen cada vez más frecuentes, hasta diagnosticarse efectivamente la aparición de una etapa temprana del Alzheimer. Instancia en la que nace la negación y, por sobre todo, la idea primaria acerca de perder la identidad, es por eso que Alice dice: “preferiría tener cáncer, al menos no me olvidaría de mis recuerdos”. Alice finalmente encuentra en su hija más rebelde (la única que no decidió estudiar una carrera formal con salida laboral asegurada), el vínculo para sobrellevar su último año antes de “transformarse” en otra persona. Nada, ni por un instante, hace pensar que los dos directores (sí dos, para colmo) tengan en mente salirse de la ruta de los estereotipos ni pasar algún semáforo en rojo de lo políticamente correcto
Solo la sobriedad de Alec Baldwin, en el papel del marido, sopesa la desesperante sobreactuación de Moore, calzada en el traje de “busca Oscar” sin atenuantes ni matices más que el de retratar fidedignamente los sentimientos de una paciente de enfermedad incurable. Para dar cuenta de cómo la mirada de este dúo piensa el cine, por ejemplo, el foco se utiliza solo dramáticamente para mostrar, en modo de subjetiva, cómo Alice pierde su capacidad de recordar: ese es el límite creativo, no hay chances de presenciar un uso de la imagen para simbolizar o construir un sentido más que el de una línea recta, sin segundos planos ni mucho menos sutilezas. Siempre Alice es un ejemplo más de cómo el cine es el medio para reproducir desde una ficción artera “la realidad”, sin importar la posibilidad de utilizar los aspectos de un lenguaje para hacer un objeto artístico, simplemente lo que parece valer es cómo se crea conciencia y cómo los seres humanos, a pesar de las vicisitudes inexplicables de la vida, prevalecemos.