Sesiones más espiritistas que terapéuticas
Como ocurriera el año pasado con El conjuro (James Wan), Silencio del más allá, del británico John Pogue, elige un pasado rico en imaginería para ambientar una historia de miedo. Como en el film de Wan, ese viaje a los años ’70 no es un detalle menor, sino un elemento central del relato. En principio porque esa década, si bien ya se encontraba regida por una visión moderna del mundo, aún conservaba estructuras de pensamiento que permitían sostener elementos y costumbres de tradición casi medieval. Para decirlo con ejemplos claros, en los ’70 convivían la llegada del hombre a la Luna y el asentamiento de la tecnología digital, con personajes como el mentalista Uri Geller y el auge de sectas místicas u ocultistas que encontraron en el hippismo y la psicodelia excusas ideales para renacer.
Pero también hay motivos cinematográficos para que producciones del siglo XXI elijan volver a ese momento. En primer lugar que el cine supo ser un reflejo fiel de su época: títulos como El exorcista (William Friedkin, 1973) o La profecía (Richard Donner, 1976) dan perfecta cuenta de esa dualidad. Y en segundo término, porque en el actual apogeo de las tecnologías digitales aplicadas al cine, la posibilidad de jugar con formatos tan ricos como el fílmico de 16 mm o Súper 8, virtualmente obsoletos desde lo industrial pero todavía vigorosos desde lo artístico, permiten a los cineastas enriquecer sus trabajos.
En esas columnas se sostiene estética y narrativamente Silencios del más allá, ahí se encuentran los cimientos del escurridizo discurso del protagonista. El profesor Coupland (Jared Harris) es psicólogo y dirige un experimento cuyo sujeto es Jane Harper, una joven afectada por un mal que incluye autoagresión, cierta histeria y la manifestación de una personalidad dividida, síntomas en los que también se reconoce el perfil de la posesión satánica. Lo que Coupland intenta probar es que aquello que la superstición achaca al Diablo es en realidad obra de un desorden subconsciente. El lidera un reducido grupo de estudiantes que lo apoyan, incluyendo a Sam, un joven camarógrafo encargado de filmarlo todo, y su trabajo es financiado por una tradicional universidad británica. Los edificios medievales y los acordes de “Cum on Feel the Noize”, en el original de Slade que escuchan los jóvenes investigadores, se combinan muy bien para graficar la dualidad de la época y generan el ambiente propicio para pegar unos cuantos buenos sustos.
Pero los tornillos del relato se van aflojando y, aunque los sustos se sostienen, al final ya no alcanza con las imágenes de grano grueso tomadas por la cámara de Sam ni con los ambiguos métodos de Coupland, que afirma ser científico pero cuyas sesiones son más espiritistas que terapéuticas. Tampoco alcanza con el gran trabajo de Harris, porque cuando Silencios del más allá empieza a repetir lo que ya se vio muchas veces, se convierte en un film previsible y sin alma propia.