Silencio

Crítica de Ignacio Andrés Amarillo - El Litoral

Las pruebas del alma

Algunos quieren ver en la filmografía de Martin Scorsese (siempre diversa en cuanto a géneros y tonos) una “trilogía de la fe”, que a lo largo de los años abarcaría “La última tentación de Cristo” (sobre novela de Nikos Kazantzakis) y “Kundun”, sobre el último Dalai Lama. En algún caso, podríamos pensar en que “Silencio”, la nueva apuesta de Scorsese sobre novela de Shusaku Endo, pueda guardar una relación especular con la primera: el protagonista de ésta, el padre Sebastiao Rodrigues (basado en el jesuita Giuseppe Chiara, que anduvo por el Japón en el siglo XVII) identifica sus tribulaciones con las de Jesús, lo que le vale en algún momento la acusación de soberbia (incluso llega a ver a Cristo en su reflejo en el río: más especular imposible).
Por otro lado, desde “La misión” de Roland Joffé no se mostraba con tanto despliegue la labor de la Compañía de Jesús: si en la obra de Joffé se ve la presencia de los jesuitas en América y sus problemas políticos con las cortes europeas, “Silencio” aborda la labor de la congregación misionera más aguerrida (por su manera de vincular lo espiritual con lo secular, de Íñigo de Loyola al papa Francisco) en el convulsionado comienzo del bakufu (shogunato) de Tokugawa Ieyasu (o Ieyasu Tokugawa, ahora que los japoneses habilitan la escritura de los nombres a la manera occidental). El primer shogun se encargó de cerrar el país salvo para el comercio holandés, algo que siguió hasta que Yoshinobu, su último descendiente, se rindiese ante el emperador Meiji más de dos siglos después.
Para 1633, la Iglesia Católica era una fuerza poderosa en el mundo, cumpliendo su premisa (“católica” quiere decir universal). La misma institución que controló la Europa continental con la presencia del Santo Oficio generó una épica propia de martirios y desafíos en los márgenes de la primera “globalización”, como América, África y Asia, un universo “viejo”, con sus propias creencias (Isabel I de Inglaterra había sido una gran rival tiempo atrás). “Celebramos misa en voz baja, como en las catacumbas”, dirá Rodrigues en algún momento: en el Japón que fue desvelo de San Francisco Javier, los misioneros podían sentir esa mística de los primeros tiempos de la Iglesia primigenia, recién trasladada a Roma.

Espíritu en crisis
La historia comienza con escenas de tormento de misioneros en unas termas niponas. Después se salta unos años, a una reunión entre el padre Alessandro Valignano (referente de la Compañía de Jesús en Macao, China) y dos jóvenes sacerdotes, Rodrigues y Francisco Garupe. Ambos son portugueses, discípulos del padre Cristóvao Ferreira (es una figura histórica: si el lector googlea ahora puede perder parte de la novedad). Valignano les muestra una carta en la que Ferreira renegó de su fe y vive como japonés. Los misioneros no lo creen y piden ir a Japón con un doble objetivo: buscar a su mentor y al mismo tiempo ser el último sostén del catolicismo en el archipiélago.
Ahí comienza su ordalía: su compromiso total con los Kakure Kirishitan (“cristianos escondidos”), verdaderos mártires de la fe, que ponen en crisis todo lo que los sacerdotes pudiesen haber entendido como “pruebas”. Respetando el tono de diario íntimo de la novela de Endo, que incluye sus permanentes apelaciones a Jesucristo, como San Agustín en sus “Confesiones”, el guión adaptado por Scorsese y Jay Cocks devela el devenir de Rodrigues: su consternación ante el sufrimiento de los creyentes, el choque entre las expectativas de la “épica de las catacumbas” y el sufrimiento real, y su tensión entre identificarse con Cristo, la imposibilidad de llenar ese rol y el silencio de la divinidad ante sus plegarias.
El desafío final, en manos del Inquisidor Inoue (es raro el uso de esa palabra en contra de cristianos), es casi del “1984” de Orwell: no se trata de matar al jesuita (al menos a éste en particular: algo han visto en él), sino de quebrar su fe, aquello que le da entidad. El atribulado Sebastiao deberá pasar por una serie de pruebas que buscarán demostrar la futilidad de sus creencias, incluyendo un encuentro crucial con el perdido Ferreira.
En medio de todo esto, se perfila una figura peculiar: la del guía borracho Kichijiro: un renegado que apostató muchas veces para salvar la vida, convirtiéndose a la vez en un Judas que traiciona, en un Pedro que niega tres veces a su pastor, y en un compañero caído como Dimas (el “buen ladrón”).

Carnadura
Andrew Garfield como Rodrigues consigue sumar su segundo personaje creyente en un año, luego de “Hasta el último hombre” de Mel Gibson. Es un actor al que hemos visto crecer de cinta en cinta, y acá se muestra sólido en un papel difícil: más espiritual que físico (aunque los tormentos y padeceres sean de la carne). Adam Driver (el Kylo Ren de la nueva trilogía de “Star Wars”) le pone el flaco cuerpo a Garupe, un misionero más firme, con menos idas y vueltas que su compañero (y quizás por eso menos tentador para el trabajo psicológico del Inquisidor).
La interpretación de Issey Ogata como Inoue Masashige es peculiar: el gobernador e Inquisidor se mueve entre el cinismo, el comentario ácido con voz nasal, lo imponente de su cargo y la fragilidad de hombre mayor: tanto más temible cuanto más amigable. Su intérprete es encarnado por Tadanobu Asano (actor reconocido en Occidente), continuador de las estrategias del jefe.
Liam Neeson tiene finalmente su momento como el padre Ferreira, un apóstata que ha depurado una filosofía personal: no es un cínico, ni un renegado, y eso lo transmite el actor en un rostro sereno. Yosuke Kubozuka se encarga del oscuro Kichijiro, perdido en su propio laberinto. Shinya Tsukamoto y Yoshi Oida son creíbles y conmovedores como Mokichi e Ichizo, los verdaderos exponentes de la pureza de una fe primigenia y de la persistencia de los conversos.
Cabe también destacar aquí a Ciarán Hinds como el padre Valignano: no tiene mucho para hacer con su papel, pero el veterano irlandés tiene la solidez de siempre.
El resto es el pausado ritmo narrativo que aplica Scorsese en las dos horas con 40 minutos del metraje. El veterano realizador abre la cámara para mostrar un paisaje salvaje, inexplorado, envuelto en las brumas que ocultan a los misioneros. Todo retratado por la fotografía del multipremiado Rodrigo Prieto, que le valió una nominación al Oscar. Dante Ferretti se encargó del vestuario y la dirección de arte, ocupándose de que la roña y los harapos sean creíbles. Kathryn Kluge y Kim Allen Kluge se hicieron cargo de una ambientación musical que dialoga con los momentos de, justamente, silencio.
En algún momento, Rodrigues parece encontrar una primera respuesta, que quizás sea determinante en su devenir posterior, apenas esbozado en el final: “El resto es silencio”, dijo Hamlet.

Muy buena * * * *
“Silencio”
“Silence” (Estados Unidos, 2016). Dirección: Martin Scorsese. Guión: Jay Cocks y Martin Scorsese, sobre la novela de Shusaku Endo. Fotografía Rodrigo Prieto. Música: Kim Allen Kluge y Kathryn Kluge. Edición: Thelma Schoonmaker. Diseño de producción: Dante Ferretti. Elenco: Andrew Garfield, Adam Driver, Issey Ogata, Tadanobu Asano, Ciarán Hinds, Liam Neeson,Yosuke Kubozuka, Shinya Tsukamoto y Yoshi Oida. Duración: 161 minutos. Apta para mayores de 16 años. Se exhibe en Cine America.