Silence, la nueva de Scorsese, es uno de esos raros fenómenos de grandes producciones que son a la vez personalísimas, íntimas casi, como El árbol de la vida (2011) de Terrence Malick o Aguirre, la ira de Dios (1972) de Werner Herzog. Silence presenta las preocupaciones católicas de Scorsese en torno a la fe, la traición y la conversión bajo la forma de la persecución religiosa que tuvo lugar en el Japón del siglo XVII. Hasta ese territorio lejano, separado del mundo que conocen, llegan dos sacerdotes portugueses, Rodrigues (Andrew Garfield) y Garupe (Adam Driver), con una misión que incluye tanto buscar a Ferreira (Liam Neeson), un misionero del que no se tuvieron más noticias aunque los rumores dicen que apostató, y apuntalar la fe de una población rural pobre y aislada, que profesa una fe moldeada a fuerza de malentendidos, sobre todo lingüísticos.
Bien al comienzo de la película, de una belleza que no da respiro, los dos sacerdotes jóvenes acceden a ese Japón histórico y legendario a la vez después de atravesar una muralla de niebla que parece la condensación física del silencio, en planos de una artificialidad marcada que muestran la llegada en bote a esas nuevas costas como si se tratara del ingreso en un bosque fantástico, algo que parece salido más de Los cuentos de la luna pálida (1953) de Mizoguchi que del repertorio de Scorsese. Lo que pasa es que el mundo conocido, donde la fe está ordenada y reglamentada por una institución que ya tiene varios siglos, queda atrás para estos dos religiosos cuya juventud, inexperiencia e incluso debilidad no dejan de contrastar con la crudeza del escenario que los recibe, donde las cruces precarias se tallan en palos y las personas mueren crucificadas o quemadas como los primeros mártires del cristianismo. En estas nuevas condiciones, el desafío para la fe de los padres será el de permitir que los fieles se entreguen a la muerte como ovejas al matadero o cuestionarse lo suficiente como para empezar a concebir formas alternativas de la creencia, como la de esa especie de Judas payasesco que representa Kichijiro (Yozuke Kubozuka), un bufón que apostata cuantas veces sea necesario para salvar el pellejo, que profesa una fe sin heroísmo.
La película está basada en una novela homónima de Shuzaku Endo, de 1966, que Scorsese descubrió en la década del 80 y a la que eligió darle forma visual teniendo en cuenta el cine japonés que le fascinó, desde Mizoguchi hasta Kurosawa. Es ese cruce de culturas, ese traslado a otra época y lugar, lo que vuelve posible a Silence y permite darle cierto tono épico al viaje de estos hombres a un territorio hostil donde la fe católica, como la de esos primeros cristianos doblemente perseguidos por romanos y judíos, adopta un perfil de resistencia y de libertad individual frente al poder del Inquisidor y permite soslayar el hecho de que la misma iglesia estaba llevando a cabo una inquisición más sangrienta en Occidente. Lejos de esa iglesia asesina y torturadora y de la actual iglesia pedófila y policial, la fe de los sacerdotes aparece como un objeto valioso y frágil en Silence, que debería hacerlos trascender este mundo de carne y debilidad -ese mundo de cuerpos que el catolicismo siempre despreció- pero en cambio los vuelve más humanos frente al silencio de ese dios que parece dejarlos tan solos.
De todas formas, lo más interesante de Silence quizás no sea ese problema central que se despliega en la biografía de cada uno de sus protagonistas sino el choque de culturas que Scorsese elige destacar en un diálogo brillante donde Ferreira le expone a Rodrigues las diferencias ideológicas que hacen de un catolicismo literal algo imposible para la mentalidad japonesa, en el que es quizás el único aspecto de la película que dialoga con este presente de fundamentalismos del que la iglesia católica misma es una parte encarnizada.