Llamado a silencio
Silencio, la última gran producción de Martin Scorsese, no es un film que se pueda comentar fácilmente. Ni siquiera desde una escala numérica que pueda posicionarla por encima o debajo de otras obras – aunque sea partiendo de la extensa filmografía que lo antecede. Silencio es principalmente una declaración de principios, un discurso sobre los ideales más arraigados del director neoyorquino, como solamente él puede expresar. Y todo tiene sentido cuando se tiene en cuenta que este es uno de sus proyectos más longevos, desde que adquirió los derechos de la novela original de Shûsaku Endô a fines de la década del 80’.
Situada en el Japón feudal del siglo XVII, la historia se centra en dos sacerdotes portugueses jesuitas, Sebastião Rodrigues y Francisco Garupe (Andrew Garfield y Adam Driver), los cuales tienen la difícil tarea de buscar al padre Ferreira (Liam Neeson), dado por perdido durante su misionado en el país oriental y de quien se cree que renunció a la fe cristiana obligado por la sanguinaria inquisición japonesa.
La película precisamente comienza con un largo silencio literal, instalando desde ese momento la noción de silencio por fuera de la ausencia de sonido, sino como la falta de respuestas por parte de la religión. El mismo sonido ambiente, fruto de la persecución y la tortura asociada al crujir de las hogueras y al choque de las olas contra los cuerpos echados al mar, que se suma a los gritos de agonía de los cristianos atrapados por el imperio japonés y crucificados en las costas del pacífico, es sinónimo de temor y sufrimiento, consecuencia de una de las resistencias culturales más brutales de la historia moderna.
El panorama de desamparo que sienten Rodrigues y Garupe apenas llegan a Japón y son testigos de los salvajes tormentos que les esperan si son descubiertos, es el mismo que se transmite a través de los hermosos paisajes neblinosos nipones, despojados de encanto y saturados de contrastes de luces y sombras, que contagian la desesperación de los creyentes al no encontrar explicaciones divinas frente a tanto sufrimiento.
Sin embargo, Silencio no es una película acerca de la pérdida de la fe ni tampoco se refiere al enigmático silencio de dios frente a las crueldades de un mundo injusto, sino que casualmente rinde homenaje al triunfo lógico de la religión católica, a la admirable fuerza de los fieles soportando los constantes ataques de los malvados emisarios imperiales que a base de tortura intentan hacer desaparecer la única verdad universal. Una visión netamente occidental y cristiana que desde un principio omite al budismo como parte de la contienda y que en todo momento se sitúa en el lugar del que viene a evangelizar, y no en el de la cultura invadida. Incluso Japón como escenario es representado esencialmente como un lugar hostil, un pantano infértil y peligroso, como así lo define uno de sus personajes.
Scorsese hace hablar a la verdad absoluta justamente a través de la misma palabra de dios, diciéndole al padre Rodrigues que ceda a la presión japonesa y evite el sufrimiento de sus hermanos.
¿Qué hice, hago y haré en nombre de cristo?”, se pregunta el personaje de Andrew Garfield interpretando el dolor como un simple obstáculo de dios, dejando de lado su rol como misionero para ponerse en el lugar de un elegido por dios, un aprendiz de cristo (el de Scorsese, el de “La última tentación”).
Las diferentes concepciones de dios, desde la mirada oriental y occidental, son al menos brevemente mencionadas y marcan una diferencia conciliadora en la forma en que dos idiosincrasias esencialmente distintas ven a una misma deidad. Sea a partir de un símbolo como la cruz para el católico o la imagen del sol para los japoneses, el signo de la resurrección es el mismo.
Silencio goza de ser una producción espectacular desde lo visual y lo fílmico. Con una brillante fotografía que realza el misticismo de una tierra milenaria atravesada por uno de los períodos más cruentos de su historia, hasta la forma magistral en la que Scorsese dota de simbolismo y visceralidad cada plano, cada rostro teñido de sangre y dolor con el que se grafican las consecuencias de una lucha de credos fundamentalmente territorial.
No obstante, es en el adoctrinamiento católico del film lo que hace que termine cayendo en una propuesta superficial y carente de sentido crítico, llegando en último término a justificar el intento de dominación cultural del cristianismo en oriente. Con dedicatoria aparte a los feligreses caídos durante estas cruzadas.
De todas formas, nada opaca a los casi cincuenta años de filmografía que sostienen la mirada Scorseseana sobre el pecado y la redención en sus conflictuados mafiosos, matones y estafadores protagonistas. En pocas palabras, la genialidad del maestro todavía sobrevive por fuera de sus creencias.