Silvia Esteve es una mujer talentosa y muy valiente. Ella que se llama como su madre, decidió contar la historia, con todas las complejidades que de antemano tiene ese vínculo, pero con una verdad que momentos le “duele” hasta al espectador. Es una historia de una familia que tiene filmaciones caseras, muchas, que la realizadora digitalizó en un trabajo esforzado, solitario y que según sus declaraciones, fue desconsolador. La decisión estética es arriesgada: sobre ese material de caras sonrientes, risas, declaraciones obvias, de bailes y festejos, había que contar el dolor, la enfermedad, las torturas psicológicas y físicas que por supuesto no tenían registro. Para eso está de fondo la música operística y las voces de la directora y su hermana, sus discusiones, y algunas verdades que cuando no se soportan ser dichas, quedan escritas. El resultado es impresionante, pocas veces los secretos pueden ser tan lacerantes, y las reflexiones tan hondas. Un trabajo personal de deconstrucción y cuestionamiento, de amorosa piedad pero sin concesiones.