Vincent Cassel es el comandante Visconti, uno de esos detectives sobre los que el policial negro ha vertido mucho alcohol. Visconti es dominado por el whisky, y su pelo y barba, por el descuido. El traje que usa el atribulado investigador es demasiado grande: Visconti ya no encaja en su ropa ni en sus relaciones. Cassel está en riesgo de intensidad todo el tiempo, pero la mayoría de las veces se queda del lado de la convicción -acaso conmovedora- y la confianza en las tradiciones del género, a modo de módico homenaje al Hank Quinlan de Orson Welles en Sed de mal.
Tenemos la desaparición de un adolescente, un caso policial que suma sordidez y personajes a los que llamar disfuncionales sería usar un término de una distancia y una sobriedad que este thriller podrido consideraría inaceptables. El adolescente desapareció, su madre aparece devastada en el minuto cero del relato, su padre está de viaje, su hermana tiene severas discapacidades y su vecino profesor tiene pegados demasiados carteles de sospechoso.
Y tenemos las vueltas. La del director Erick Zonca (el de la más fresca La vida soñada de los ángeles) al cine luego de 10 años, con un nivel de ambición notable y un manejo muy seductor de los climas iniciales. Y las vueltas del tercio final de la película, en la que para sorprender se distrae y hasta se puede llegar a soltar al espectador, que, con probable confianza en las promesas del género, venía sorteando paralelismos y torpezas evitables.