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Sin Escape narra la historia de un ingeniero que llega junto a su familia a un país de Asia justo en el momento en que se produce un golpe de Estado. Pero la trama, por más acción que prometa, está lejos de ser el principal atractivo del tercer largometraje del director de Cuarentena. Digámoslo sin tapujos: gran parte de la expectativa de la película consiste en ver a nuestro narigón favorito de Hollywood en un rol que hace catorce años, desde Tras líneas enemigas en 2001, parecía haber abandonado para siempre: el de héroe de acción. Gracias a Dowdle podemos ver a Owen Wilson saltando de edificio en edificio a lo James Bond, sobreviviendo a explosiones en ralenti y luchando contra hordas de rebeldes que arrasan con todo aquel que se interponga en su camino mientras el rubio de cuarenta y seis años, como un Bryan Mills, intenta proteger a su familia cueste lo que cueste. Pero el actor no interpreta a un agente secreto ni a un habilidoso de las artes marciales o a un superhéroe de Marvel; se trata de un hombre común y corriente dispuesto a hacer lo que sea para asegurar la supervivencia de su familia.
Del contexto que los rodea, sin embargo, sabemos muy poco. Nada más que lo justo y necesario. Se nos informa que la acción se sitúa en el continente más poblado de la Tierra, en algún país limítrofe con Vietnam. Nunca se dice cuál y tampoco importa. Hay, por un lado, un Kim Jong-un de turno que transa con potencias del Primer Mundo a cambio de los recursos naturales de su país y, por el otro, una banda de guerrilleros bastante sádicos que deciden tomar el poder, aunque no sabemos muy bien para qué, quiénes son o por qué llevan a cabo semejante cacería de brujas. ¿Importa que se nos expliquen todas estas cuestiones? La respuesta es no. En primer lugar porque la película no busca indagar en los motivos que desencadenan la sanguinaria persecución (que sí se mencionan en más de una ocasión), ni pretende dar sermones sobre política, el Bien y el Mal, los poderosos y los oprimidos y las consecuencias del capitalismo salvaje. Tampoco le interesa elaborar una crítica social con dosis altas de solemnidad, golpes bajos y escenas forzadamente lacrimógenas. Un poco como sucedía en Mad Max: Furia en el camino, aquí no hace falta aclarar demasiado. Lo único que importa es que nada detenga el flujo continuo de la acción, como si lo primordial fuera que los personajes se mantengan en constante movimiento. Escapar, sobrevivir y seguir avanzando aunque no sepamos lo que nos espera adelante; qué nos depara el próximo minuto o si vivimos para contarlo mañana, de eso se trata la propuesta de Dowdle. Su película es rápida, efectiva, sin explicaciones y presenta un dominio absoluto de los recursos cinematográficos para jugar con el ritmo del relato y dotarlo de una estética muy definida.
Si bien en el último tramo se asoma alguna que otra línea de diálogo políticamente correcto que amenaza con dejar la aventura cubierta por el barro, el traspié no llega a resentir de ningún modo el resto de la película. Su eficacia para trasmitir el vértigo y la desesperación que experimenta la familia texana es notable, al igual que su habilidad para sumergirnos en un estado de paranoia permanente durante más de una hora y media. Dado su grado de desfachatez absoluta en la construcción de la puesta en escena, realizar una lectura ideológica de la película, como lo hicieron algunas de las críticas en contra, implicaría no solo una visión errada, sino que estaría evidenciando una falta de compresión alarmante de lo que se vio en pantalla, una anulación del pensamiento crítico, lo que llevaría a sentirse automáticamente expulsado de ese universo. Semejante nivel de artificio expuesto de forma puramente cinematográfica de principio a fin deja afuera cualquier lectura ideológica posible.