Otro estadounidense perdido en tierras hostiles
En Sin escape, de John Erick Dowdle, el versátil Owen Wilson interpreta a Jack, un ingeniero que se muda con su familia a un país ficticio del sudeste asiático (aunque su vecindad con uno real como Vietnam indica que puede tratarse de Laos o Camboya). Ocurre que luego de la quiebra de la empresa para la que trabajaba, la mejor oferta laboral que Jack recibe es de una multinacional que tiene una planta en aquel lugar en los antípodas geográficas y culturales, y él no ve más opción que aceptarla. Y allá va entonces, con su mujer y sus dos hijitas, dispuestos a enfrentar el desarraigo y el choque cultural con el mejor humor posible. Pero la esperanza dura poco. Al otro día una milicia popular que asesinó al dictador que ocupaba el gobierno comienza una violenta revolución xenófoba y, sobre todo, antiestadounidense. El resto de la película Wilson y su mujer (Lake Bell) se dedican a escapar de los impiadosos revolucionarios que pretenden ejecutarlos, por las calles de esa ciudad en un país sin nombre.No es la primera vez que a Wilson le toca evadir a un enemigo antiestadounidense en territorio hostil: ya lo había hecho en la mediocre Tras líneas enemigas, estrenada en 2001. Curiosamente en aquel film, rodado justo antes del 11-S, un escuadrón de guerrilleros musulmanes bosnios ayuda a un piloto del ejército de los Estados Unidos a eludir la persecución de un militar serbio durante la Guerra de los Balcanes. El nuevo enemigo estaba tan cerca que la película no alcanzaba a verlo. Igual de curioso, pero en un sentido inverso, resulta que en Sin escape la única oportunidad que tiene Jack para salvar la vida de su familia sea llegar a la frontera para pedir asilo en Vietnam. No hay forma de decirlo de manera terminante, pero quizá se trate del primer film en que ese país deja de ser visto como un territorio enemigo de los Estados Unidos, tras cuatro décadas de cine obsesionado con el conflicto bélico que ambas naciones sostuvieron entre los 60 y los 70.En ese sentido Sin escape representa un pase de manos de la posta del miedo. En ella se vuelve a poner en acción la clásica fobia occidental a lo culturalmente ajeno, llevándola al extremo, para generar un terror que se parece mucho al que ISIS produce con sus actos en Medio Oriente: miedo a una violencia irracional, desmedida y sin justificación alguna. Sin embargo la película también se permite dudar y preguntarse si la que provocan este tipo de grupos extremistas es la única violencia o el único terror que merece ser condenado. Y aunque lo hace de manera torpe y explícita, es una sorpresa encontrar una declaración política tan infrecuente en una producto made in Hollywood. Con la misma irregularidad, a lo largo del relato se intercalan estupendos momentos de tensión con otros imperdonables, en donde una babosa banda sonora relame las situaciones en busca de destacar lo que ya era obvio. La escena final deja bien claro lo difícil que resulta cerrar un film como este sin recurrir a ese tipo de burdos subterfugios emocionales.