Al hombre le gusta mucho correr. Maratones, sobre todo. También le gusta robar bancos. Más que gustos parecen adicciones, o esas cosas que uno hace porque no puede hacer otra cosa. Robar y correr se anudan y retroalimentan en imparable compulsión, como si escapar continuamente fuera lo único que le permite al hombre confirmar que tiene sangre en las venas. Así es Johann Retennberger, el protagonista de esta película inspirada en una historia real que cobró notoriedad en Austria durante los años 80, la típica extravagancia verídica que el cine no puede dejar pasar, menos cuando el personaje central invita a la propulsión incesante.
El realizador Benjamin Heisenberg sabe por dónde rumbear: el cine-elástico, el relato clínicamente controlado, las formas metódicas que limitan emotividades para responder sólo a la mecánica corporal del personaje, a su exterioridad. Cada pulsación de Johann debe salirse de su piel, debe objetivarse y medirse en cronómetros, en las curvas montañosas de un análisis cardíaco. Eludiendo los alardes acrobáticos, la cámara elige el compás elocuente, respeta la justa distancia con el protagonista y así consigue algunos travellings soberbios al mostrar sus carreras, como la secuencia en la cual éste atraviesa diversos escenarios a velocidad de gacela, titilando en el paisaje, perdiéndose como una pincelada en plena hipnosis impresionista. Estos paréntesis gozosos justifican por sí mismos la visión de The Robber (Der Räuber, que se estrena en Argentina con el título Sin escape), pues no hacen más que recuperar la fascinación primitiva de la imagen en movimiento, la efervescencia plástica en estado puro, más allá de cualquier marco argumental.
En el centro del film, sin embargo, hay un ser que no puede resultarnos indiferente. Para seguir su aventura no es imprescindible comprender su psicología o su pasado ni sintonizar moralmente con su accionar, aunque sí es necesario para el espectador conectar de alguna manera con su mundo actual, con sus expectativas inmediatas, por más estrambóticas que éstas sean. Y esa conexión se torna ardua. The Robber quiere evitar la exaltación del “significado latente” y por eso se concentra en la sensualidad de la superficie, pero con este conductismo glacial el film paulatinamente nos aleja del latido esencial, humano.
La primera vez que vi la película, en el Bafici del año pasado, me pareció demasiado escuálida a nivel dramático, sensación que se repite en una segunda visión, así como se hacen evidentes los hallazgos visuales antes mencionados. Hay una escena que puede ilustrar cierta lógica maquinal que ahoga la narración: al terminar su segunda maratón, Johann cruza la meta y se derrumba totalmente extenuado (a diferencia del primer triunfo, celebrado con sonrisas). En esos instantes, por fin, el personaje deja su traje robótico para dar paso al sufrimiento, a la debilidad. Corte de montaje y el hombre ya está recuperado, trofeo en mano, buscando el próximo arrebato de adrenalina. El relato no se permite respirar y entre una situación y la siguiente uno se pierde la posibilidad de ver otra cara, otros matices del personaje en su relación con la meta, la deseada frontera por la cual él decide entregarlo todo. En una entrevista, citando al autor de la novela original sobre el famoso ladrón atleta, el director de The Robber señaló: “Martin Prinz había dicho desde el principio: el libro y también la película, tratan de la llegada”. Aunque esta declaración indique que a Heisenberg le interesaba esta idea de la meta (¿existencial?), el film no profundiza en el símbolo y sólo propone la llegada más previsible, la que todos esperamos. Una película extraña, con un personaje vitalista en apariencia pero demasiado cerebral y cerrado como para movilizar en serio a quienes estamos de este lado de la pantalla. La clase de película que quema todas sus fibras en el camino para concluir sin misterio y con un rostro absolutamente pálido.