Las cosas tienen movimiento
Hay una pulsión vital en el personaje protagónico de Sin escape que lo gana todo, que hace que ese presente continuo a alta velocidad ocupe toda la pantalla y evite verlo bajo la luz de los lugares comunes que podrían aparecer en “una de robos de bancos”.
Enfrentarse a una película nueva desde la perspectiva del género en el cual se inscribe lleva más o menos siempre al mismo lugar: ¿qué puede haber de novedoso en otro western/thriller/comedia/lo que sea? Cualquier respuesta tendría el inconveniente de terminar cayendo en generalizaciones, reducciones o comparaciones, que arrinconan cualquier análisis posible en callejones dialécticos de nula o escasa salida. Es por eso que, si bien puede obtenerse mucho desde ahí, a veces conviene bajarse a tiempo de esa pregunta. En el caso de Sin escape, film austríaco-alemán dirigido por Benjamin Heisemberg, nada mejor que olvidar, al menos en principio, que se trata de un policial. Alejándose de la generalización simplificadora, quizá sea conveniente hacer el camino inverso y empezar hablando de su protagonista y de las motivaciones que lo empujan a persistir en determinados hábitos o conductas, para ver qué puede aportar el caso de un individuo en particular a una visión más amplia de la sociedad que lo ha moldeado.
Johann Rettemberger (o Hans para los íntimos) está preso desde hace algunos años por intento de robo bancario, tiempo en el que no ha dejado de correr. Literalmente se ha pasado cada día dando vueltas como un perro loco por el perímetro alambrado del patio de la prisión. Y cuando debe volver a su pequeña celda, no se detiene y corre en una cinta que le permitieron tener ahí como excepción. Ya desde esas primeras escenas queda claro que en esa necesidad de movimiento hay algo ferozmente vital, del orden de la supervivencia. Hans corre sin parar del mismo modo en que los tiburones nadan desde que nacen hasta su muerte, para no hundirse en el abismo, simplemente para seguir vivos. Pero mientras esa pulsión lo empuja a la explosión, por otra parte Hans demuestra una conducta hostil y recelosa de todo contacto social. Lejos de oponerse, esa dualidad de carrera sin fin y misantropía pueden tener una raíz común.
A punto de recobrar su libertad después de tanto tiempo, el oficial a cargo de supervisar su reinserción todavía desconfía del hermetismo de Hans. Luego de instalarse en una pensión, tan barata y despojada que recuerda bastante a su diminuta celda, lo primero que hace Hans es retomar su entrenamiento y, casi al mismo tiempo, robar un banco. Con sólo una máscara de goma, una escopeta y un auto también robado, los asaltos que irá cometiendo pueden verse como la continuidad de su carrera sin fin. Veloces, casi sin palabras, apenas una fotografía en movimiento, Hans entra, roba y corre. Al mismo tiempo se anota en el tradicional maratón de Viena y, para sorpresa de todos, no sólo triunfa sino que marca un nuevo record nacional para la prueba. Pero a él sólo parece importarle el momento: del mismo modo en que guarda en una bolsa bajo la cama los botines que va juntando, tampoco lo conmueve el triunfo. La vida se reduce a robar y correr, funciones que parecen estar para él a la misma altura que comer o respirar. La pulsión vital definiendo su conducta. Una vez más.
Algo parece cambiar cuando se reencuentra con Erika, una joven a la que conoce desde antes, sin que la película se preocupe (con buen tino) por desenterrar aquel pasado: como su protagonista, Sin escape transita la brevedad del instante, siempre en riguroso presente. La relación con ella aparece desde el principio como una desviación. Tal vez por eso, por temor, Hans rehuye el primer contacto: si para cualquier soltero el comienzo de una relación sentimental tiene siempre detrás el fantasma del “sentar cabeza”, esa presencia se vuelve para el protagonista una amenaza, la posibilidad mortal de la quietud. Como resistencia ante eso, Hans parece redoblar sus esfuerzos: corre y roba a un ritmo frenético. En una escena magistral, luego de fallar en un primer asalto, Hans corre por la ciudad con su máscara y escopeta en mano, en busca de otro banco que robar, para terminar huyendo a pie de la policía, que sin éxito lo sigue con sus autos.
Cuando Hans le cuenta a Erika un sueño recurrente, en el que tiene tanta energía que es capaz de volver de la muerte, “sólo por resistir”, su suerte parece estar echada. Pero aún queda tiempo para otras carreras. En la intensidad de su protagonista está la fuerza de Sin escape, por eso no conviene encerrarla en la celda de los géneros. Reducirla con torpeza a su carácter policial equivaldría a limitar la riqueza de una mirada social que parece querer hablar de la necesidad del individuo moderno de vivir sin historia y sin futuro. Encerrado en un agobiante presente continuo.