El crecimiento que no fue
Uno podría ser lapidario y decir básicamente lo siguiente: Sin hijos es un fuerte retroceso o tropiezo en la carrera de casi todos los involucrados, desde Diego Peretti -quien ha sabido dar trabajos mucho mejores, como Música en espera o No sos vos, soy yo- a Ariel Winograd -quien venía de dirigir una excelente película como Vino para robar-, pasando por Martín Piroyansky, quien con todo el talento que posee -delante y detrás de cámara, como demostró recientemente en Vóley- luce totalmente descolocado en la película. La única que parece haber ganado es la joven Guadalupe Manent, quien será muy pequeña pero apunta a ser una gran actriz. Y sin embargo, precisamente por la calidad y aptitud de los nombres involucrados, hay que intentar hacer un análisis más profundo, buscando las razones de lo que es esencialmente para quien escribe una desilusión. No muy grande, porque el tráiler ya había bajado las expectativas, pero desilusión al fin.
Si uno lee la entrevista realizada a Peretti y Winograd acá, podrá ver que hay un concepto que circula en varias preguntas, respuestas y afirmaciones, que es el de crecimiento. Porque claro, Sin hijos, además de una comedia romántica y familiar -o precisamente por eso- es un relato de crecimiento, de personajes que deben salir de determinadas posiciones en las que se encuentran estancados. Para crecer hay que aprender, y el aprendizaje está plagado de errores, con lo cual se supone que tenemos que ver a los personajes aprender y crecer como pueden. En cierto modo, el film debe convertirse en un documento sobre ese camino de aprendizaje y crecimiento. Y sin embargo…
Nos cuesta ver ese aprendizaje, ese crecimiento, porque el protagonista, ese centro desde el que parten todos los conflictos, que es Gabriel (Peretti), no termina de estar definido desde su pasado y presente, y esto se extiende a todos los vínculos que entabla con los demás personajes que lo rodean. Hay que hacer un enorme esfuerzo para entender y sentir las razones que producen su instantáneo enamoramiento de Vicky (Maribel Verdú): lo sabemos porque Peretti pone cara de “esta mina me flasheó”, pero más allá de eso, no sabemos por qué. Tampoco por qué antes estaba absolutamente negado a meterse en una nueva relación, a pesar de estar separado desde hace cuatro años y con su hija como único tema del cual hablar. Menos aún qué es lo que lo ha distanciado de su padre (Horacio Fontova) o por qué su hermano (Piroyansky) no ha establecido el mismo vínculo paterno-filial. Incluso el lazo con su hija está mejor trabajado desde el lado de la niña (y a eso ayuda la perfecta actuación de Manent) que desde el lugar del adulto. Eso se traslada, por ejemplo, a Vicky: su aberración por los niños -que es la que lleva a que Gabriel monte toda una serie de farsas para no revelarle que tiene una hija- no pasa de ser un mero chiste y un mecanismo del guión para hacer avanzar la trama y jamás la define como persona.
La comedia romántica requiere una magia especial y Sin hijos no la tiene. Eso se puede notar en cómo dosifica la información a través de distintos lenguajes cinematográficos: o explica demasiado, como cuando un amigo de Gabriel le explica por qué la vorágine de su rutina le sirve como alimento; o muy poco, como en los ejemplos mencionados en el párrafo anterior; o directamente mal, como cuando Vicky le dice a Gabriel que se enamoró de él porque necesitaba dejar de huir y establecerse en un lugar (esa no es una razón para enamorarse de alguien, a lo sumo es una expectativa que se pone sobre el otro, pero no puede ser una razón para el amor).
En Sin hijos se pueden detectar todos los guiños al cine que Winograd toma como referente, pero no pasan de eso, de guiños, porque no hay una historia sólida que los respalde. Por caso, la secuencia clave donde se referencia a Un gran chico, no tiene la misma potencia que la original porque no hay un camino verosímil que permita entender cómo los distintos personajes llegaron a donde están. Los conflictos se resuelven a las apuradas, arbitrariamente, sin un sustento narrativo y el crecimiento que debería hacer Gabriel como padre, pareja, hijo y hermano es abrupto e inverosímil. Las huellas de esa búsqueda que emprende el realizador para concretar un film donde los resortes dramáticos y cómicos sean cimientos para un aprendizaje y un crecimiento están, pero se quedan en la mera huella, en rastros apenas de lo que no fue.
Lo que lleva a una reflexión final, a propósito de una nota de Javier Porta Fouz, que puede leerse acá: el análisis que hace sobre los vínculos entre actores, directores y películas lo lleva a la conclusión de que hay un tipo de comedia argentina totalmente asentada, lo cual, lamentablemente, me parece una afirmación cuando menos apresurada, tanto a nivel cuantitativo como cualitativo. No sólo es un cine compuesto por obras que en su enorme mayoría no han llegado a un público masivo, sino también debe seguir puliendo su calidad. Sin hijos es una prueba de ello: Winograd, Piroyanski e incluso Peretti deben seguir recorriendo un camino crecimiento, y el tropiezo que es este film quizás les pueda servir de aprendizaje a futuro.