El escritor Eddie Morra no está atravesando la mejor de sus épocas; su novia lo abandonó, su casa parece un reactor nuclear y empezó a escribir un libro del cual no llegó aún a terminar una mísera página.
En ese contexto es que nuestro antihéroe de turno se reencuentra por accidente con su excuñado, quien le abre la puerta de una droga presuntamente en estudio, una grajea que le transforma los sentidos y lo coloca en un nivel intelectual superior. "Nosotros usamos el 20 por ciento del cerebro, con esta pastilla eso se multiplica", es lo que más o menos le dice su nuevo (y efímero) dealer.
El tour de force que protagoniza Bradley Cooper (The Hangover) en este furioso derrotero en caída libre no sólo lo coloca en un lugar interesante como actor, sino que además lo hace liderar una trama intensa y con vericuetos que se hacen insondables a poco de tenerlos en frente. En ese contexto, el millonario Carl Van Loon (Robert De Niro) es un personaje que ayuda a empujar los hechos y darles un sentido de mayor dramatismo, desde el lugar de un oponente light pero certero.
Morra entra en un pasaje sin salida, con apenas (y nada menos que) un minotauro esperando allá, en el final, plagado de encerronas y puertas falsas, todas puestas a disposición de su sufrido trajinar y de un juego de pastillas que todos querríamos jugar al menos un poco, al menos para suponer por un rato que no vamos a caer en la misma trampa que su cerebro y su voluntad.
Neil Burger (mismo realizador de El ilusionista, con Edward Norton) redondea un relato de guión ajustado y gran puesta de cámaras, con el agregado de un trabajo visual hi-fi y un planteo de situaciones y personajes sin el mínimo bache narrativo.
Sin límites nos trae parte de lo mejor del suspenso clásico, pasando por el thriller posmoderno (que al fin y al cabo no deja de ser suspenso) y con unas gotas de terror psycho-junkie que nunca están del todo mal. Sobre todo cuando la moralina dice ausente. ¿Alguien tiene un vaso de agua?