El primero te lo regalan...
Tras mucho trajinar como actor secundario en roles para el cine y la televisión a Bradley Cooper, el carilindo de ¿Qué pasó ayer?, le llegó su cuarto de hora en Hollywood. Sin límites es la demostración de que ha superado las pruebas necesarias para que le confíen un protagónico excluyente pese a la episódica presencia de Robert De Niro en el elenco. Por si fuera poco Cooper también ha debutado como productor con esta historia ideal para ver en un viaje en micro o mientras nos despabilamos de una siestita un día domingo. La premisa argumental concebida por el novelista Alan Glynn y adaptada al cine por Leslie Dixon le da nuevos bríos a la palabra inconsistencia. Para ser una película sobre una droga experimental que despierta zonas poco usadas del cerebro disparando la inteligencia del personaje principal a la estratósfera, el tratamiento es realmente tonto y por demás perezoso. No es suficiente con hacerle repetir cual loro parlanchín frases altisonantes y presuntamente agudas sobre cualquier tema que amerite una mini disertación. El Eddie Morra que compone Cooper debería transmitir algo más que una verborragia interminable sobre la economía, la bolsa de valores y las estrategias para comprar o vender acciones de acuerdo a parámetros invisibles para el resto de los mortales. Pese a tanto texto rimbombante el tipo es un pavote inmaduro y no puede dejar de serlo aunque el intelecto le crezca proporcionalmente a lo que consume de NZT 48 (la sustancia química en cuestión). El que nace pavote…
Eddie ha ocupado buena parte de su vida de adulto aprovechándose de quienes lo rodean para pasarla bien y darse sus gustos auto justificándose patéticamente por tener un contrato firmado para la publicación de un libro del que no ha sido capaz de escribir ni una miserable oración. No se habla de trabajos literarios previos por lo que el acuerdo comercial resulta demasiado sospechoso (y aquí empiezan las inconsistencias aludidas). El perfil del personaje queda marcado con la escena en la que su novia (la linda australiana Abbie Cornish) en el momento previo a abandonarlo le pregunta qué representa para él. “Amante, enamorada”, le asegura Eddie. “La mujer de la limpieza, banco”, le replica impiadosamente ella mientras paga la cuenta del bar con su tarjeta de crédito. Y sí, Eddie es un loser…
No obstante, su suerte parece cambiar cuando se cruza por la calle con un ex cuñado (¿de veras no podían pensar en algo mejor?) que termina ofreciéndole la milagrosa droga sintética. Sin revelar demasiado digamos que por un capricho de guión Eddie se hace con una cierta cantidad de pastillas a la vez que se ve involucrado en un caso de asesinato. Con la ayuda de la NZT 48 el joven se convierte en poco tiempo en un gurú de Wall Street y mano derecha del magnate de los negocios Carl Van Loon (un Robert De Niro que continúa dilapidando su leyenda en producciones mediocres). Los lujos de su nueva vida se contraponen con dos pequeños detalles que impiden que su felicidad sea completa: un prestamista ruso al que le debe dinero (¿por qué no le pagó la deuda con las fortunas que amasó?) y que lo extorsiona al averiguar la verdad sobre sus poderes y unas prolongadas lagunas mentales como consecuencia de los efectos secundarios de la droga. Durante uno de estos “blackouts” se produce la muerte de una amante ocasional de Eddie que podría llevarlo a la ruina total en su trabajo por no mencionar unas cuantas temporadas a la sombra.
Sin límites intenta implementar una estructura no tan lineal iniciando la narración con un conflicto de vida y muerte que transcurre muy cerca del final. Acto seguido, corte a un extensísimo flashback con la voz en off de Eddie como elemento omnipresente. Toda la película se apoya en este recurso literario que raramente deja un saldo positivo. Por algún motivo se han puesto de moda los relatos en primera persona como recurso canchero para personajes ad hoc. Algo de eso sucede en este thriller bastante vacío de contenido pero repleto de trucos ópticos, montaje frenético y efectos especiales que complementan la puesta en escena del inquieto realizador Neil Burger. Los despropósitos del guión no son su responsabilidad aunque secuencias como la de la pista de hielo y la resolución del ataque del ruso con sus esbirros (sí, la escenita de la sangre derramada…) provocan carcajadas involuntarias.
Descerebrada, dinámica y poco perspicaz, la novelesca historia de Eddie quizás deslumbre a su público como les ocurriera a los indígenas con aquellos espejitos de colores traídos de la vieja Europa por los españoles. Fuera del artificio se adivina una absoluta nadería, apenas otra fruslería llegada del norte con mejores referencias de las que se merece…