Montaña rusa.
Existe en este mundo una pastilla maravillosa. Supongamos que, y para explicar mejor sus efectos, un hombre la ingiere; automáticamente y al cabo de unos segundos, su cerebro es estimulado de tal forma que es capaz de hacer y resolver cualquier desafío que se proponga. El famoso 20% del cerebro que usamos comúnmente los humanos, se trasforma en un 100%. Supongamos, una vez más, que este hombre es además un escritor fracasado y deprimido al que, luego de ingerir la pastilla, no solo le es fácil escribir de forma rápida y eficaz sino que además puede resolver cualquier situación que implique cierta dificultad como cuestiones económicas, lógicas o de fuerza física, logrando destacarse enormemente entre las personas (incluso especializadas) a su alrededor. Ese hombre y protagonista de esta ficción se llama Eddie Morra y si bien podría ser un nuevo superhéroe, es más bien el anti-héroe protagonista de Sin límites, una película sobre el poder de la mente.
El director Neil Burger compara en una entrevista el recorrido del personaje principal a través de sus decisiones y acciones (y nuestro seguimiento de ese trayecto como espectadores) con una montaña rusa. En sí misma, Sin límites toda también podría serlo; solo que en este caso, el recorrido sería a través de las decisiones tomadas (principalmente) por su director. No hay dudas, por un lado, de que la trama funciona como base muy sólida para el film, pero Burger la procesa y la configura en algo aún más hipnótico hasta en sus mismas mínimas partes. La iluminación enteramente puesta en función del momento dramático, el montaje y los efectos especiales, dan vida propia a un relato que, impecablemente protagonizado por Bradley Cooper, se muestra realista, tangible y que hasta por momentos regala instantes únicos, de esos que marcan la memoria.
Si no son esos instantes en los que Burger inyecta las mayores cantidades de adrenalina, entonces aparecen otros en los que el director pareciera, al mando de la montaña rusa, detener los carritos por unos segundos, aunque mas no sea para luego reírse del desconcierto de los pasajeros. Tal es el caso de la escena en la que Eddie Morra llega al departamento de su amigo recién asesinado y, sospechando que los criminales aun siguen allí, entra una crisis nerviosa. Desesperadamente, agarra un palo de golf y se esconde tras una pared, plano al que le sigue uno desde un placard cercano, simulado una mirada subjetiva. La tensión se desvanece en cuestión de segundos y contra todas las expectativas, puesto que los asesinos ya se han ido de ahí. Otra situación similar se genera cuando Eddie salta desde un precipicio hacia el agua, momento en el que el lenguaje visual del plano (aguas cristalinas, atardecer con un sol gigante, etc.) y la voz en off del protagonista (habiendo encontrado un propósito mayor que el de escribir libros) producen un efecto similar. Si había algo de espiritual o ecológico en lo que esa imagen transmitía, la sospecha se quiebra en el siguiente plano: el verdadero propósito de Eddie Morra, revelado de manera espontánea ante aquel hermoso paisaje, es el de ser un economista. Otra vez la sugestión alimentada a través de lo visual-sonoro, que luego se desvanece a través de la sorpresa.
La adrenalina que Burger maneja, agrega y quita en dichas escenas dejan entrever la apuesta al riesgo y el reto a la comodidad del espectador que, sumado a las pocas pero efectivas cuotas de humor y a un estilo visualmente poderoso, hacen de Sin límites una película muy entretenida. Incluso después de un pequeño mareo (desatado por un final abiertísimo, quizás algo decepcionante), y tal como en el fin del recorrido en una montaña rusa, aparece ahora una única sensación: las ganas de volver a subir.