"Para ser un tipo con un coeficiente intelectual de cuatro dígitos, debo haber errado en algo", piensa Eddie Morra desde la cornisa de un rascacielos, al borde del suicidio. Desaliñado, con el pelo desprolijo y lejos del traje de la escena anterior es la siguiente imagen que ofrece, en la cresta de un bloqueo de escritor que lo ha vuelto un ser completamente improductivo. Su voz en off da a entender a las claras que él será quien tome la responsabilidad de la historia, con lo cual, más allá de que Robert De Niro esté presente en una de sus mejores películas de un tiempo a esta parte, es entera responsabilidad de Bradley Cooper llevarla adelante.
En los últimos años este actor norteamericano ha logrado dar el salto que implica pasar de secundario a estrella y, si bien ha encabezado proyectos, este es el primero que lo encuentra como absoluto protagonista. Ha formado parte de grandes ensambles románticos, de un equipo de acción (The A-Team) y en dos oportunidades de uno de los mejores tríos cómicos de la década (<b>The Hangover), pero esta es su primera oportunidad de cargar con todo el peso de la producción en sus hombros.
Lo hace en un film que recuerda a John Doe, aquella serie del 2002 con Dominic Purcell cancelada luego del espectacular episodio final de la primera temporada. Si allí el personaje que parecía saber todo menos su nombre utilizaba sus dotes para ayudar a resolver crímenes, aquí Eddie Morra tiene un objetivo más humano: poder y dinero. Es que, partiendo de la base ficticia de una droga que permite utilizar el cerebro al 100%, la película envuelve a sus involucrados en una trama con los pies sobre la tierra. Y esto lleva a que sea mayor la carga sobre su protagonista, dado que no hay una contraparte definida, sino varias. Es la sencillez del razonamiento lo que conduce a que el film abra múltiples variantes fáciles de controlar, al girar todas en torno a la codicia. Todo aquel que toque la fuente de la sabiduría va a quererla, de forma tal que cualquiera es un potencial enemigo.
El guión de Leslie Dixon (The Thomas Crown Affair, Pay it forward), adaptación de The Dark Fields de Alan Glynn, es ágil y entretenido, cambiando rápidamente a la versión loser de su personaje central por uno cargado de confianza y carisma, con un brillo propio que se refleja en cámara. Su mayor inconveniente es que, de a ratos, deschava sus cartas permitiendo que el público tome conocimiento de sus intenciones, anticipándose a un sujeto que usa el máximo de sus capacidades cerebrales. Más allá de esto el director Neil Burger, al igual que en El Ilusionista, juega bien una mano ganadora y, aunque algo se pueda percibir, se guarda algún as bajo la manga hasta el final.