Sin lugar para los jóvenes
En el medio de un pueblucho texano dos hombres armados entran a robar un banco. Adentro se encuentran con un viejo vaquero, más estupefacto que asustado. “¡Pero si ni siquiera son mejicanos!” exclama. Uno de los ladrones lo encañona y le pregunta si tiene un arma. “Por supuesto,” responde el vaquero, orgulloso. Es tan solo la primera escena de Sin nada que perder (Hell or High Water, 2016) y establece perfectamente el mundo de racismo casual y armamentismo civil que prevalece en el corazón de los Estados Unidos.
Los dos hombres son los hermanos Howard, Toby (Chris Pine) y Tanner (Ben Foster). Toby es un ranchero divorciado y el cerebro del dúo, Tanner es un ex convicto y un tiro al aire. Son como dos forajidos en el Viejo Oeste, con camionetas en vez de corceles, viajando por todo Texas y metódicamente robando el dinero de una cadena de bancos en particular. En principio creemos que su motivación es el afán de lucro, pero descubrimos sus verdaderas intenciones a medida que aprendemos más sobre ellos y su pasado.
Del otro lado de la ley se encuentran el sheriff Hamilton (Jeff Bridges) y su ayudante Parker (Gil Birmingham), encargados de atajar la ola de crimen de los hermanos. El mestizo Parker tiene que sufrir en silencio la cómica discriminación de Hamilton, quien está a punto de retirarse y desearía que su compañero se relajara y fuera más compinche. La relación opera con la misma rivalidad y prepoteo fraternal que conduce a los hermanos Howard. Es una lástima que ambos dúos estén separados por la barrera de la ley, porque no hay uno más simpático que el otro.
Este moderno Western criminal está dirigido por David Mackenzie y escrito por Taylor Sheridan. Sheridan, un actor de TV devenido en guionista, es el autor de Sicario (2015) y se nota. Ambas películas se plantean como versiones “definitivas” - suerte de destapes periodísticos - sobre los mundos que retratan. No tanto por su presentación como por los detalles de realismo con los que rellenan las historias - como si la historia proviniera desde dentro de ese mundo, y no estuviera relatada por un narrador invasor.
El casting de la película es fundamental. El mundo de Sin nada que perder está poblado por personajes que le dan autenticidad, como el vaquero de la primera escena; tanto los hermanos bandidos como los comisarios que los persiguen se cruzan con gente que en apenas una o dos escenas inspiran personalidad e intimidad. Está la camarera gordita cuya lealtad se gana con una buena propina y una camarera milenaria que aconseja pedir comida por descarte (“¿Qué es lo que no quieren?”). Cuando el sheriff interroga a un trío de testigos - “viejos buenos muchachos” de Stetson blanco - los vaqueros no han visto ni oído nada, porque aplauden la rebeldía por principio.
La banda sonora está compuesta por Nick Cave y Warren Ellis, un repertorio de country acongojado que por algún motivo no emplea ningún tema de Johnny Cash. Es otro de los elementos que construyen tan efectivamente la atmósfera de la película. El film está nominado a cuatros Óscares: Película, Guión, Edición y Actor de Reparto (Bridges). No es la primera vez que Bridges interpreta a un vaquero de la vieja escuela, y para Película tiene demasiada competencia, pero hasta que la Academia no invente el Óscar a Mejor Casting tranquilamente se podría llevar uno al Guión.
El reparto de recepcionistas, meseras y demás papeles circunstanciales recuerda al de Sin lugar para los débiles (No Country for Old Men, 2007) de los hermanos Coen. Hay un logrado cariño y reverencia por estas personas “reales” cuyas vidas son tocadas por la trama. Y como en tantas otras películas de los Coen, el final se distancia de la acción y el espectáculo para ofrecer un duelo de mayor orden - una puesta en común sobre lo que ha ocurrido, y por qué ha ocurrido, entre los sobrevivientes.