Hace algunas semanas se estrenó en nuestro país Sin nada que perder, película que inexplicablemente contó con cuatro nominaciones a los Oscar –incluyendo Mejor Película y Mejor Guión Original– y que además produjo un consenso general positivo por parte de la crítica, algo que, al menos para esta redactora, resulta aún más difícil de entender. Si nos concentramos exclusivamente en sus aspectos cinematográficos, la mayoría de las nominadas este año a los premios de la Academia iban de regulares a directamente malas, pero dejando eso de lado, lo sorprendente la mayoría de críticas positivas sobre la película que nos concierne. Al parecer, la mayoría de los críticos la encontró entre muy buena y excelente, y más o menos con los mismos argumentos: que se trata de un western crepuscular que captura el espíritu de aquellos westerns clásicos, que actúa el gran Jeff Bridges, y que se está frente a una obra trascendente, que hasta recuerda a películas de Ford y de Eastwood. Mas bien estamos frente a, quizás, la primera película que explica por qué ganó las elecciones presidenciales un tipo como Donald Trump en Estados Unidos. Y desde esa línea ideológica se planta la película ya a partir de la primera escena, que muestra una seguidilla de carteles destartalados en los que pueden leerse inscripciones que aluden a la crisis de 2008 y a la guerra de Irak, mientras un auto transita por una ruta desolada hacia un pueblo fantasma, quedado en el tiempo, de Texas. Un pueblo donde la gente vive armada y borracha en los porches de sus casas es el peligroso contexto en el que los hermanos Toby (Chris Pine) y Tanner Howard (Ben Forster), de personalidades bien opuestas (el primero, un padre de familia bienintencionado, y el segundo, un ex convicto, ladrón de bancos y loco de remate), juegan a los forajidos que luchan contra el gran villano: el sistema bancario encarnado en el Midland Texas Bank, que está a punto de rematarles la casa. Ante este hecho inminente, ambos planean una serie de asaltos a las sucursales bancarias más perdidas en el far far west para levantar la hipoteca de su propiedad con el dinero robado.
Cuando el más pirado de los hermanos empieza a perder los estribos y comienzan a llamar la atención de la penosa policía local, la tarea de atrapar a esta suerte de justicieros recae en el sheriff Marcus Hamilton, encarnado por un Jeff Bridges en piloto automático, sobreactuando la decadencia, y en su compañero mitad comanche, mitad mexicano, Alberto Parker. La intención de la película de lograr con ellos una dupla al estilo buddy movie, en la que el sheriff texano y, por supuesto, racista, le hace chistes al otro sobre su procedencia, resulta fallida y se agota en los primeros dos gags. Así de rápido se agotan las ideas también, en una narración cada vez más digresiva –vean la escena de la moza vieja y mandona que les ordena a los policías qué pedir del menú– en la que los diálogos empiezan a ocupar escenas enteras diseñadas exclusivamente para transmitir un mensaje, el de la decadencia subrayada, forzada e impuesta hasta que un punto en el que ya no es posible encontrar ni un solo rasgo fílmico, sino un montón de diálogos sobre temas importantes: el rol de los bancos en la crisis, las familias quebradas, la persecución de los comanches y la violencia en Texas. El único (anti)héroe en este lío es Chris Pine, que brinda una actuación notable: es el único que logra mantener un registro mesurado, pero no hay mucho más que pueda hacer dentro de una película que no confía en la imagen cinematográfica. Pura demagogia disfrazada de western para quienes se dejan enamorar fácilmente por planos abiertos de paisajes desérticos e imaginan espejismos de un género.