Hermanos de sangre
Para aquel que no lo sepa, la Comanchería (título con el que se estrenó Sin nada que perder en España) es el nombre común con el que se conoce a la región de Nuevo México situada al oeste de Texas, lugar en el que habitaron los comanches antes de la década de 1860. Este es el título escogido en castellano para la original Hell or Highwater (que se podría traducir como “contra viento y marea”), un neowestern que, de forma paradójica reivindica el universo que intenta reinventar.
Estamos ante una película de policías y ladrones de las de toda la vida. Los segundos (dos hermanos que han hecho del pillaje su “modus sobrevivendis”) se dedican a saquear bancos por causas familiares y los primeros (dos rangers con muchos tiros pegados a cuestas) a intentar darles caza antes de que cometan su siguiente fechoría.
Todo enmarcado en un contexto de hartazgo debido a la crisis galopante que todavía acucia a esa parte de Norteamérica, unos territorios castigados por las actuaciones sin escrúpulos de los bancos que ha llevado a sus habitantes a la precariedad y al desencanto generalizado.
Es en estos apuntes de radiografía de la problemática existente donde el film halla su tono más adecuado para captar la atención y la empatía del espectador. Todos son víctimas del sistema y se agarrarán como un clavo ardiendo a cualquier posibilidad que se les brinde para poder curar las heridas de su angustia vital.
El guion, firmado por Taylor Sheridan (quien ya sobresalió escribiendo los libretos de Sicario y de la serie de TV Hijos de la anarquía y que aquí tiene un pequeño papel en una se lo secuencias más bellas y emocionantes), nos brinda un alud de diálogos impagables que se mueven entre lo certero de su mensaje y una ironía nada complaciente.
Cada escena se convierte en un estudio de carácter de una sociedad a la deriva, sobre todo en una primera parte de ritmo cadencioso y con un punto melancólico equilibrada a la perfección por estallidos de violencia puntuales.
El director encargado de llevar a buen puerto la producción, aunque parezca mentira, es escocés y no americano, algo que no deja de sorprender por lo que tiene de personal la propuesta. Nos referimos a David Mackenzie, un realizador que habría que tener muy en cuenta ya que sus últimos trabajos (Convicto, Rock´n´love) superan con creces sus titubeantes y mediocres inicios (American Playboy, Obsesión).
El elenco es tan bueno como parece: Chris Pine demuestra que sus dotes actorales van más allá del blockbuster de turno; Ben Foster confirma que es un secundario de auténtico lujo, capaz de actuar de robaescenas oficial ante intérpretes más consagrados, y de Jeff Bridges, qué vamos a decir, da vida a un tipo de personaje con el que se encuentra tan a gusto que hasta nos llega a parecer familiar. Bridges se mueve como pez en el agua en esos parajes polvorientos en los que su endurecido rostro refleja la astucia de la experiencia vivida.
Punto y aparte merece la estupenda banda sonora compuesta nada más y nada menos que por el cada vez más imprescindible Nick Cave acompañado de su inseparable Warren Ellis. Ambos deleitan con una serie de composiciones sosegadas que se degustan como un buen trago de whisky en una cantina de cualquier pueblo perdido del viejo y lejano Oeste.
Y por si fuera poco, a este ramillete de melodías exquisitas hay que añadir una serie de canciones del género musical conocido como “alt country” interpretadas por leyendas como Townes Van Zandt, Ray Willie Hubard, Colter Wall o Waylon Jennings.
Hoy en día es difícil que una película te atrape desde el primer minuto absorbiendo toda nuestra atención tanto en los momentos más movidos como en los más pausados. Sin nada que perder lo consigue gracias a una pléyade de personajes que caen simpáticos aunque les veamos realizar acciones con las que nos llevaríamos las manos a la cabeza. Recomendada a todos aquellos amantes de los westerns crepusculares en particular y a todos los amantes del buen cine en general.