SEÑORES DE LAS LLANURAS
En un pueblo olvidado del oeste de Texas un par de forajidos roban algunos bancos y se dan a la fuga; por su parte la policía (un par de viejos rangers) comienza a perseguirlos imaginando dónde se puede dar el próximo golpe. La anterior es la sinopsis de Sin nada que perder, pero podría ser el argumento de unas cuantas olvidadas películas de cowboys. Es que el film de David Mackenzie es un western antes que cualquier otra cosa.
Ya sabemos, el género del oeste transcurre durante el Siglo XIX, la era que construyó la identidad norteamericana; y se ubica geográficamente en el territorio árido que va, más o menos, desde el centro del país a la costa de California, es decir lugares como Arizona, Texas, o Nuevo México. Allí en Texas, corazón del conservadurismo estadounidense, transcurre la historia de los hermanos ladrones Tanner (Ben Foster) y Toby Howard (Chris Pine) y los viejos policías Marcus Hamilton (el monumental Jeff Bridges) y Alberto Parker (Gil Birmingham). En la construcción de estos cuatro personajes y sus vínculos está un poco la clave del éxito del film de Mackenzie: hay una serie de redenciones, remordimientos e injusticias que ponen en discusión la moral y ética; aquí la justicia la resuelven los hombres ajustando cuentas, y si es necesario a los tiros. Es que al igual que en cualquier western, el Estado nacional junto con sus leyes y normas parece no alcanzar al territorio donde transcurre la ficción. En el Siglo XIX la razón era que el país estaba en plena construcción y normalización; en el Siglo XXI el Estado ha cedido al poder de las corporaciones por lo cual la población está a merced de los bancos y la usura infinita.
Mackenzie no sólo se queda en ofrecernos un western actualizado de colores pastel y tono seco, aprovecha una cantidad de recursos de otros géneros que ayudan a que Sin nada que perder nos deje cierta sensación de extrañeza. Porque por momentos el western cede frente al policial, la buddy movie o incluso a la road movie pasando por el drama indie. Podríamos señalar el excesivo subrayado que el director aplica a la realidad social retratada en su película, parece que todos los personajes de reparto estuvieran ahí para decir una línea en contra del sistema bancario, que por otro lado es cierto que es injusto y sádico. De hecho, quizá esa crítica un tanto superficial y políticamente correcta al sistema económico estadounidense sea la razón de que esté nominada al Oscar a mejor película.
De todas manera, lo que despeja toda duda acerca del valor de Sin nada que perder es su utilización del humor. Un humor que descoloca, que nos quiere hacer reír cuando no nos predispuso para eso. Un humor efectivo e incorrecto que, por ejemplo, nos obliga a reír de una cantidad de chistes racistas que el personaje de Bridges utiliza para burlarse de su compañero interpretado por Gil Birmingham, y que son fundamentales para entender el vínculo entre ambos, una relación que, de paso, recuerda a la de la pareja protagonista de Más corazón que odio (The searchers, John Ford, 1956) interpretada por John Wayne y Jeffrey Hunter.
Sin nada que perder es una película que acumula una cantidad de decisiones arriesgadas de su director que pueden llegar a descolocarnos en un principio, pero también es de esos films que saben sobrevivir al análisis posterior con el cual nos damos cuenta que es muy buena.