PROPIEDAD DE NINGUNA DAMA
La era Bond de Daniel Craig viene cargada con un sinfín de supuestos consensos que aseguran que sus películas impares son las buenas y las pares las malas, por lo que con esta quinta entrega suya (la número 25 producida por la compañía Eon) dichos grupos esperarían encontrarse con otra de las más grandes entradas jamás vistas de la franquicia 007.
Existen, como siempre, lecturas opuestas: Hay quienes aseguran que lo bondiano en Casino Royale se luce apenas en los últimos segundos del metraje; también quienes aseguran que las acrobacias de Quantum of Solace están muy lejos de ser mutiladas por el trabajo de edición más discutido de la saga; fans, como Shane Black, sostienen a puño cerrado que Skyfall es la peor Bond junto a Moonraker; y otros, después de un primer encuentro poco agraciado y múltiples repasos consecuentes, consideramos que Spectre es la película que mejor combinó los elementos propios de las novelas con los valores agregados en las versiones cinematográficas desde 1962.
Por lo tanto, decir que Sin tiempo para morir es un film que “dividirá a los fans” sería como establecer un preámbulo con nula interpretación histórica sobre cómo viven sus seguidores acérrimos cada nueva aventura estrenada en cines. Precisamente porque siempre hay apreciaciones divididas y esto trasciende a todo tipo de sexo u orientación sexual, pese a que siempre se intentó vender a James Bond como “la fantasía de todo hombre heterosexual”. Lo cual no implica que los valores del personaje cambien: él siempre fue y siempre será el mismo; él siempre tuvo y siempre tendrá los mismos vicios (por más que no salgan todos en escena); y no hay saga que lo valga sin el James Bond que amamos quienes lo acompañamos con ímpetu desde que lo conocimos.
Lo que sí cambia es el punto de vista del relato, con los límites de los tiempos en los que se viven. Este Bond debe convivir con una realidad atravesada por un movimiento de fuerte peso social como el #Metoo, similar a la vez que The Living Daylights promovió una campaña antisida para tomar conciencia de la propagación del virus en la década de 1980. Por otro lado, también hay un obstáculo coyuntural de orden más bien económico y político, claramente análogo a la salida del Reino Unido de la Unión Europea, que opera en simetría con el mundo del espionaje post Unión Soviética establecido por GoldenEye. Ambos contextos representaron la tragedia del espía como pocas veces se lo vio en otras entregas e incluso, con Licencia para matar como nexo perfecto, le terminaron de marcar todo el perímetro que necesitaba a Tom Cruise para realizar su versión de Misión: Imposible, aunque supo trascenderlo por sus propios méritos, con muchas deudas a las acrobacias de los años de Roger Moore.
Sin embargo, aun con aquellas maneras de vivir en sus respectivos límites, las encarnaciones de Timothy Dalton y Pierce Brosnan estuvieron muy lejos de ser despojadas de sus impulsos bondianos. Dalton vivió la promiscuidad de siempre en su primera entrega, a través de un fuera de campo aplicado por John Glen. A Brosnan las mujeres se la pasan despreciándolo física y verbalmente, pero Martin Campbell no le huyó al glamour y no se privó de convertir a su Bond en el que para muchos es el lady´s man absoluto.
Ya era sobradamente sabido, y fue confirmado con el reciente documental Cómo ser James Bond, que este sexto actor es el más mimado por la dupla productora vigente y por la prensa de su tiempo. De Dalton en adelante, la muletilla “es el mejor James Bond desde Sean Connery” nunca ha faltado. Hoy en día, con cierta frecuencia, al galés se lo referencia simbólicamente como al agente secreto que se vio obligado a usar preservativo y al de Brosnan como al sabueso que le pusieron la correa por el hecho de ser el primero que recibió órdenes del MI6 por parte de una mujer. En el caso de Craig, todo el tiempo se lo destacó como el Bond “más humano”, casi dejando de lado los brillantes aportes de todos -sí, todos- sus antecesores.
No cabe la menor duda de que Casino Royale es una de las más fieles adaptaciones a un relato de Ian Fleming, sumándose a los resultados de Dr. No, De Rusia con amor, Al servicio secreto de su Majestad y The Living Daylights (adaptado en la película con la secuencia de Bratislava). Aun así no han faltado las acusaciones de que Daniel Craig detesta ser el personaje, cuando lo que siempre hizo fue brindar una interpretación directa del Bond literario, como un espía habilidoso que aborrece su profesión y en algún punto quiere abandonarla de la forma más digna. Si esto se logró con broche de oro “flemingiano”, todavía consideramos que fue en 2015, cuando dejó a Ernst Stavro Blofeld (Christoph Waltz) en manos de las autoridades británicas, arrojando su Walther PPK al cruzar el puente de Westminster, expresando su retiro del MI6 y con la compañía de la Dra. Madeleine Swann (Léa Seydoux).
Llega así el auto anticipado final de la década y media con Daniel Craig. Como tiende a pasar en las otras entregas, cuenta con elementos retomados de las novelas, incluso las posteriores a la obra de Fleming, o mismo las que no eran de su agrado, como The Spy Who Loved Me; traducida al cine como La espía que me amó, pero en el libro como El espía que me amó ya que es un relato narrado mediante el punto de vista de una mujer, algo muy presente en este estreno y desde la primera escena.
Con la declarada intención de “cambiarlo todo”, ya hay quienes la aman por eso, como también quienes la liquidan por eso. Públicos divididos siempre hay (lo repetimos, Shane Black odia a la tan laureada Skyfall), eso no bloquea para nada el diálogo, por más acuerdos o discrepancias que hayan.
¿Qué tan dignas sucesoras de Ian Fleming son las decisiones tomadas en esta película? Esa es la discusión que ya ha disparado Sin tiempo para morir. Lo que más apreciaremos en este espacio es que esas decisiones están sostenidas por una puesta en escena ya practicada por directores como Terence Young, Peter Hunt, John Glen, Martin Campbell y Sam Mendes. No hablamos del estilo en materia de acción, el cuál difieren notablemente entre todos y el mismo Cary Fukunaga, sino de gestos repetidos y resignificados en la continuidad del propio film. Así como la primera de Dalton comenzaba con un paracaídas que reaparece en el aterrizaje del Hércules al final, así como en GoldenEye se reconstruyen los polos opuestos entre 006 y 007 con el saludo de “Por Inglaterra” y sus diferentes maneras de expresarlo, Fukunaga hace que una breve sordera, los balazos y las escaleras de la secuencia pre-créditos se reencuentren simétricamente en el clímax de su film. Esto último contrapuesto a un estilo de vida que Bond nunca va a poder darse porque, como siempre se expresó en la saga, si de repente sienta cabeza, solo quedan dos cosas por hacer: cerrar la historia cortando la relación o castigándonos con el tedio de una vida normal en la que reinan las neutralidades.
Acerca de los antagonistas, sin detallar nada, son los alegoristas del relato que se inclinan más por subestimar todo tipo de religión y tienen una incontrolable afición por el dinero y lo material, más allá de sus motivaciones. Esto es así desde que Julius No (Joseph Wiseman) saboteaba los lanzamientos aeroespaciales de los Estados Unidos, como también desde que Red Grant (Robert Shaw) supo reclamarle a Bond las monedas de su maletín con las trabas posicionadas horizontalmente, pero no pudo ver que, con las mismas colocadas verticalmente, una granada de humo le estallaría en el rostro.
¿Cuánto y cómo salen en pantalla los cuatro Aston Martin?; ¿Cómo convive el soundtrack de Mazzaro y Zimmer con las escenas?; ¿Qué rol ocupa el resto de los personajes secundarios? Tendría muy poca gracia comentar esto tan cerca del estreno y sin recurrir a los tan temidos spoilers.
Volvió Bond a los cines, después de cinco años y once meses, muy cerca de igualar al intervalo de seis años y medio entre 1989 y 1995. Es el evento que toca vivir, se lo ame, se lo odie, enternezca o irrite. Es muy difícil que un fan (sobre todo de las novelas y no solo de las películas) salga muy feliz después de verla, en lo personal experimenté una especie de frustración apenas terminada y asumo que a muchos les pasará algo similar.
Replanteándomelo en las últimas horas, considero que Sin tiempo para morir se luce en lo técnico y que da un salto de fe poético en todos los sentidos posibles.
Resalto también, y de nuevo, que el final de Spectre, esa película que muchos todavía consideran un lastre para la saga de Craig, aporta el final bondiano más honesto que Ian Fleming nunca nos pudo dar. El de ahora es más íntegro y respaldado como tal, incluso con las otras cuatro a modo de antesala. De momento, prefiero el anterior.