Algunas líneas sobre la última aventura de Daniel Craig como el hombre con licencia para matar.
¿De qué va? James Bond, tras dejar el servicio activo para vivir en armonía junto a Madeleine, debe interrumpir sus pacíficas vacaciones para dilucidar las sombras de su pasado y así salvar al mundo por última vez.
Desde el inicio nos zambullimos en la pureza de un bosque nevado, donde en el medio descansa una cabaña solitaria. Dentro de esta, una niña sobrevive a la dejadez de una madre alcohólica. Fuera del hogar, los pasos erráticos pero firmes del Hombre Enmascarado, que con una metralleta bajo el brazo busca su deseada venganza.
Tras esta secuencia enigmática viajamos al presente, donde la ensombrecida Madeleine (Léa Seydoux) mira a los ojos de su amado, James Bond (Daniel Craig), el agente, ahora amante, que lo dejó todo atrás para saborear la vida de un hombre común y corriente.
Pero el mirar sobre el hombro, hábito recurrente de nuestro espía favorito, no solo es mera casualidad, ya que vuelven al acecho los tentáculos malignos de la organización que parecía haber perecido, aunque está vez ponen bajo la lupa las mismas intenciones de Madeleine, que esconde muchos secretos bajo esos ojos cristalizados.
Entre la confianza y el desapego emocional James Bond hace una última jugada, tal vez la más dolorosa pero necesaria, ya que aquel futuro pacífico no era más que una distracción, una mancha de luz sobre tanta oscuridad. 007 debe volver, una última vez.
Cary Joji Fukunaga (True Detective, Beasts of No Nation) nos regala la interioridad de un personaje iniciada allá por el 2006 en Casino Royale. Recordándonos en varios matices al conflictivo Rust Cohle de Matthew McConaughey, Bond navega las confusas aguas del tiempo, concepto que no solo descansa en las líneas del título. Pasado, presente y futuro se transforman en las manifestaciones del accionar del agente, que varios trapos sucios guarda bajo la alfombra en nombre de la Reina.
Desde el inicio comprendemos que aquel paraíso al que escapó no es más que la resignificación de la muerte del agente. En Spectre, Bond decide soltar las cadenas del MI6 para vivir como un hombre, da muerte a su pasado para un nuevo presente, sin futuro visible. Ahora aquel «suicidio salvador» es interrumpido por la traición, la violencia y las balas circundantes. El llamado de emergencia asoma, haciendo que el agente seductor e impulsivo resucite de entre las sombras para salvar no solo al mundo, sino a los vestigios de aquella paz que parece imposible. Sin Tiempo para Morir es, en definitiva, la confirmación de que en la muerte se encuentra el paraíso, un lugar que ahora debe ser reemplazado por los demonios que susurran al oído, los cuales necesitan ser acallados para que James pueda finalmente morir como agente y renacer como hombre.
«Are you death or paradise?» («¿Eres la muerte o el paraíso?») nos canta Billie Eilish en la pantalla de títulos. Es la pregunta que atraviesa todo el film como al mismo personaje.
Es así que, en este nuevo infierno rodeado de virus letales y científicos de doble cara, James Bond deberá enfrentarse a una nueva amenaza, una invisible, que se esconde bajo las intenciones de enemigos pasados, tramando un plan tan insidioso como letal. Lyutsifer Safin (Rami Malek), aquel Hombre Enmascarado, vuelve a hacer presencia, esta vez mostrándonos su cara y revelándonos, paso a paso, sus verdaderas intenciones, que poco se alejan de las del mismo agente.
Safin se corre del villano tradicional para ofrecernos la imagen no del arma que gatilla, sino del mismísimo gatillo que necesita tan solo una mínima presión para disparar y generar el desastre. Oculto entre maléficos planes de destrucción mundial, nos encontramos con un antagonista roto, corrompido por el veneno de la venganza y el rencor. Es con ese veneno que lleva su represalia a todas partes, desparramando la muerte entre sus enemigos y hacia sus amados. Un veneno tradicional no distingue entre el tipo de sangre ni de persona, Safin sí puede, y es lo que lo hace un enemigo tan imperceptible como impredecible.
La presencia de Malek, que ronda tan solo unos minutos en el metraje, es tan fuerte como lo es la esencia de su personaje. La existencia de lo maligno, de aquel maestro que maneja los hilos de algo tan grande como indescifrable, se siente en todo minuto.
La película logra balancear de forma precisa la trama y el conflicto personal tanto de Bond como de Safin, brindándonos las consecuencias de pertenecer a esta vida: «la mejor vida de todas»; el infierno negado de muerte, de descanso. Tanto Spectre como Safin no son más que raíces de un impacto de bala que resonó hace tiempo. Las caretas de héroe y villano se caen para dan a comprender que no existe más que la voluntad de sobrevivir en el medio del caos pensando que podemos resolverlo, sin mirar atrás el desastre generado. Es así que Bond y Safin son manifestaciones de una guerra de intereses que los precede. El mundo necesita fuego, destructivo y purificador, y de alguien que lo apague, sin importar que use el mismo fuego para darle fin.
Corriéndonos de los aspectos narrativos, cabe destacar el apartado tanto visual y sonoro, que son, en simples palabras, exquisitos.
Fukunaga nos regala la última aventura de Craig como el 007 ofreciéndonos una mirada tan inteligente como prolija. La cámara nos lleva a través de un recorrido delicioso, lleno de tonos neblinosos, luces que esclarecen y opacan y vistas que nos hacen sentir la presencia de aquel paraíso, lejano y sanador. La labor del director de fotografía Linus Sandgren (American Hustle, La La Land) se aleja de los contrastes y claroscuros de aquel Roger Deakins en Skyfall para zambullirnos en una iluminación llena de grises monotemáticos. Un color que encaja perfecto con la guerra interna de nuestro personaje.
El trabajo de Fukunaga es tan consciente y respetuoso que se aleja del querer deslumbrar con una entrega llena de artificios espectaculares para regalarnos una aventura frenética con notas solemnes. Tenemos acción, persecuciones y explosiones, pero también introspección, diálogos sutiles y pausas reflexivas.
En lo sonoro contamos con un Hans Zimmer que hace, tal vez, uno de los trabajos más soberbios y sutiles de su carrera. Apoyándose en bits familiares y tonadas que se entremezclan con una edición de sonido que retumba los oídos, la sonoridad del film es tan elegante, desprolija y satisfactoria como el mismo traje del agente.
En conclusión, y sin poder explayarme en otros aspectos aún más que interesantes -pero que dejo a disposición del espectador para que los descubra y se regocije de placer-, somos partícipes de la culminación del Bond más complejo; un Bond que extraña, que no suelta, que duda, que se enamora y confía, para luego despegarse de esa humanidad y entregarse a esa vida que eligió, tal vez para la cual nació.
Este film, que da broche a la línea narrativa iniciada en 2006, es la manifestación de lo que dejaron 24 películas durante casi 60 años. Esta, la número 25, no es sólo el fin de Craig; es el fin de un personaje con tantos matices cómo aventuras descubiertas.
Sean Connery.
George Lazenby.
Roger Moore.
Timothy Dalton.
Pierce Brosnan.
Daniel Craig.
Seis caras para el mismo agente, seis salvadores del mundo, seis seductores que enamoraron, y otros que se dejaron enamorar. Ahora, el título de 007 está en descanso, pero no sin generar un eco de todo lo que significó su existencia. El legado que dejó esta enorme saga marcó los pasos, y la carrera misma, de cineastas, actores y hasta músicos que dedicaron su tiempo a brindarnos las más bellísimas intros que se puedan encontrar. Desde Spielberg hasta Nolan, desde Madonna hasta Adele, tomar a estas películas como simples películas de acción y espías sería desatender, de forma estúpida e ignorante, la enorme herencia de inspiración y lecciones cinematográficas que dejaron a lo largo de los años.