Protagonistas espectadores y un Genio cuentista George Miller, el director de Mad Max: Fury Road, regresa con una atrevida propuesta visual. Con una voz en off -calma y omnisciente-, Alithea (Tilda Swinton) nos adentra en una historia llena de muchas otras, ya que la única forma de que el espectador la digiera es reducir aquella aventura, repleta de fantasías que alteran la percepción de su realidad, en un cuento de hadas. Para alimentar su solitario y erudito temple, la narratóloga se zambulle en diversos paraísos culturales para buscar las diferentes verdades que se esconden entre sus calles. Ya en Estambul, la incrédula mujer se encuentra con diversas imágenes que alteran su percepción de la realidad. Tratando de encontrarle un sentido racional, su afición por comprender lo incomprendido se concentra en la compra de un curioso frasco que, sin otra intención que abrirlo para examinar cada centímetro del mismo, desata la fuga de un Djinn mastodóntico (Idris Elba). Frente a este ser que rompe todos los paradigmas científicos, fácticos y comprobables, Alithea -nombre que hace referencia a la Diosa griega de la verdad- se entrega a la experiencia de intentar comprender la veracidad del Genio y sus historias acerca de cómo, desde hace tres mil años, intenta brindarle tres deseos a algún desafortunado para así conseguir su libertad. Seteadas las leyes de la historia, Érase una vez un genio (Three Thousand Years of Longing) se dispone a resplandecer por un apartado visual que da cátedra tanto por el uso de la tecnología CGI como de los efectos prácticos. George Miller (creador de la saga Mad Max) decide apoyarse en el relato enmarcado como recurso para relatar el contraste entre la seguidilla de historias que recorren los diversos rincones culturales de la mitología árabe y el escepticismo de la protagonista frente a las palabras del Djinn angustioso. Junto con John Seale (director de fotografía de Fury Road), el realizador explota la paleta de colores a un nivel superlativo, en donde la saturación y los contrastes enriquecen el aura fantástica que engloba las narraciones que logran, muy paulatinamente, enriquecer la mirada y quebrantar las barreras ideológicas y sentimentales de la narratóloga. Más allá de la simpleza y poca trascendencia que pueda dejar la película en el inconsciente colectivo –no por nada el film sufre por la comparación automática con The Fall, de Tarsem Singh – es interesante el planteamiento de personajes que trae Miller en sus relatos, logrando que los mismos generen una empatía instantánea en el espectador. Tanto Max Rockatansky como Alithea son participantes – activos y pasivos- de los sucesos que los rodean. La aparición de Furiosa y su misión por volver a aquel paraíso que le fue robado como los cuentos del Djinn y su intención de conceder deseo para conseguir su libertad son sucesos que transforman a los protagonistas en espectadores de su propia película, consiguiendo que el visionador que está detrás de la pantalla consiga ser parte de los mundos planteados. De esta forma, Miller logra una vez más demostrar su poder de narrador, brindándonos un film que destaca más por el poder de transformar al espectador en oyentes activos del relato que por el poderío del relato en sí.
Historia de un poseído atemporal La nueva película de Baz Luhrmann brilla por encima de los demás biopics musicales. ¿De qué va? Desde su niñez hasta sus últimos días, Elvis Presley lucha por ser aquella figura anárquica que revolucionó una época mientras su representante, Tom Parker, y toda una sociedad busca rebajarlo a su mínima expresión. Memphis, Tennessee. Un joven Elvis lee su tira de historietas, obsesionado por los superhéroes que aparecen en ella. De fondo, un canto coral, estruendoso y vibrador. Como si el mismo destino tocara a su puerta, el pequeño sale corriendo para infiltrarse en la carpa de donde proviene semejante música. Dentro, Elvis se ve envuelto en un show que despliega un arcoíris de sentimientos, en dónde las palabras se transforman en canto y un espíritu lo posee para transformarlo en el superhéroe que siempre quiso ser. Apoyándose en la estructura de la biopic tradicional, Baz Luhrmann, que escribe junto a Sam Bromell y Craig Pearce -este último también guionista de Romeo + Julieta, Moulin Rouge y El Gran Gatsby– le da su toque distintivo con una planificación que roza lo teatral y lo espectacular al mismo tiempo. Con una banda sonora que refuerza la influencia de Presley en la música contemporánea, reversionando temas originales a mano de Doja Cat, Diplo, Kacey Musgraves y hasta Eminem, Luhrmann nos zambulle en una montaña rusa tan colorida como emocional de forma inteligente y prolija, sin perderse en lo fastuoso. La historia, que atraviesa desde las primeras producciones en Sun Records hasta las últimas presentaciones en Las Vegas, se dedica a presentarnos de forma muy minuciosa un contexto cultural que influye directamente en el accionar del protagonista y sus decisiones. Corriéndose de las secuencias meramente expositivas, carentes de conexión entre sí y sin ninguna otra intención que representar de forma calcada una época, tal como se vio en Bohemian Rhapsody (2018), el guion de Elvis se preocupa tanto por sus personajes como por el espacio que los rodea, logrando un relato que evoluciona a merced de los lugares que visita como de los múltiples personajes que influyen en la vida del Rey del Rock and Roll. Teniendo como base la relación conflictiva entre Elvis (Austin Butler), el chico que sueña en ser un superhéroe con sus meneos lascivos, y el Coronel Tom Parker (Tom Hanks), el hombre que ve negocios hasta en la más mínima oportunidad, la película nos presenta un viaje agridulce, en donde la balanza entre lo que el músico quiere ser y el representante necesita que sea, está en desequilibrio todo el tiempo. La lucha racial presentada durante gran parte del filme se aleja de la corrección política para justificarse como parte de la caracterización del protagonista, mostrada en sus orígenes en las viviendas comunales de Memphis como también en su recurrente frecuencia a los bares de blues durante su carrera profesional. Su pelvis y movimientos pornográficos no son más que la demostración de ese pueblo natal y esa música, prohibida ante los ojos de los puristas, que lo poseyó y lo convirtió en la cara de algo nuevo, y por ende censurable. Cuando se lo cancela al personaje también se cancela a ese pueblo que danza en la oscuridad, apresado por la ideología de aquel entonces. Es así que Elvis logra presentarse como una biopic que trasciende tanto por su puesta, voluptuosa y prolija, como también por su desarrollo de personaje, que toma la inteligente decisión de correrse del imaginario colectivo para brindarnos un trasfondo coherente, funcional a una trama que evoluciona hasta un clímax tan demoledor como majestuoso.
Ahí está el chiste ¿De qué va? Tras los sucesos de Avengers: Endgame, Thor Odinson atraviesa un conflicto espiritual sobre su persona. Pero la aparición de un asesino de dioses y el regreso de un viejo amor hacen que el Dios del Trueno se calce nuevamente a Stormbreaker al hombro para salvar el día una vez más. Es curioso como Taika Waititi en Thor: Ragnarok logra establecer las bases de un personaje que estaba a la deriva. Gracias a las puertas que abrió James Gunn con sus Guardianes…, la comedia aparecía en la saga marvelita no solo como recurso que preestablecía a las películas para ser disfrutadas por un público de masas, sino como un género. De esta forma, contando con dos entregas que pecan de olvidables, Waititi decide hacerse con sus propias armas para moldear a este Thor que sufría de falta de personalidad.Como resultado, Ragnarok presenta a un Thor aún más canchero, pero no por eso menos amigable y comprensible. Desde Infinity War a Endgame, la presencia de Chris Hemsworth como el Dios del Trueno es catalítica y descontracturante, acompaña al conflicto sin involucrarse en demasía y logra su prometido; auto parodiarse. Es en esta autoparodia que se para Thor: Amor y Trueno, acrecentando las falencias del personaje, como el narcisismo y la falta de compañerismo. Desde el inicio, presenciamos una voz en off del mismo Waititi que nos relata el crecimiento y las odiseas de este Dios rodeado de dilemas existenciales. Apoyándose en el personaje de Korg, el mismo director es el que presenta, de forma directa, su “creación”, exuberante y multicolor. Pero, tras un primer acto que se dedica a presentar al nuevo villano y los héroes que acompañarán al protagonista en su aventura, la película se pierde en la repetición autoral, dejando entrever la falta de originalidad y de trascendencia. Con una planificación que no busca más que la espectacularidad inmediata -repitiendo planos no solo en el mismo film, sino de la entrega anterior-, Waititi parece no ejercer el mínimo esfuerzo, confiando en que “su” Thor es lo suficientemente carismático y poderoso para llevar adelante una trama que peca de predecible. A esta altura, que el espectador revele los hilos del plan maestro del villano o del clímax por delante no es un problema mayor, pero sí lo es cuando el cómo -el relato, lo que le da forma a la historia- no se preocupa en esconder aquellos mecanismos tan ruidosos y estridentes. Confiando en los gags fáciles y los remates absurdos, la película termina de hundirse cuando la Dra. Jane Foster – ahora Mighty Thor – recurre al mismo humor que sus compañeros, cancelando todo tipo de tridimensionalidad. De esta forma, todo el grupo parece estar parado detrás de una pared de ladrillos, esperando las risas de un público que se satisface con la más mínima estupidez. Ni siquiera Gorr, el “carnicero de dioses” interpretado por el siempre enorme Christian Bale, logra traer el diferencial con su sed de venganza interplanetaria. Su poderío queda relegado a la mera presencia de un villano genérico que no ofrece más que risas malévolas y un plan tan obvio como ingenuo. Thor: Amor y Trueno es el claro ejemplo de que esta saga infinita se encapricha más en sacar a relucir la vasta galería de personajes comiqueros que tiene la casa productora que en contemplar cuál de ellos tiene un potencial a desarrollar. Thor, un personaje cuya involución se traduce como la mera presencia de Hemsworth esforzándose en hacer reír bañado en aceite de bebé, termina por demostrar que no es apto más que para ser el secundario de alguna que otra aventura superheroica que ronda por ahí. Lo que logra en entregas anteriores, situaciones catalíticas que cumplen con lo justo y lo necesario, acá se repite hasta el hartazgo, haciendo que el espectador transforme su risa en un leve suspiro de compromiso.
Hacia el infinito… y hasta ahí ¿De qué va? Buzz Lightyear, un Ranger espacial de elite, queda varado junto a su compañera Alisha en un planeta inhóspito. Tratando de emendar su error, Buzz intenta encontrar la formula correcta para alcanzar la velocidad de la luz y así volver a casa, pero una amenaza intergaláctica se opondrá a sus planes. Placa en negro. Unas letras blancas nos dicen que la película que sigue a continuación no es cualquier cinta, sino que es la favorita de Andy, aquel niño que acompañamos en su niñez y adolescencia. Tras el visionado, el fanatismo acérrimo del pequeño hace desear para su cumpleaños la figura de Buzz, logrando que la familia de juguetes que descansa en su habitación se agrande. Tras esta presentación, y posicionándonos en el lugar de Andy como ese espectador ansioso, comienza la aventura. Siguiendo los pasos del experimentado Buzz Lightyear, un Ranger espacial casado con su profesionalismo e individualismo (no por nada la selección del capi Chris Evans para poner su voz), el film nos posiciona en un planeta desconocido, lejos de la Tierra, de casa. Acompañado por Alisha (Uzo Aduba), su mejor amiga, Buzz intenta comprender la importancia del liderazgo, pero su egoísmo e imprudencia intrépida lo estancan tanto a él como a toda la tripulación en aquél planeta deshabitado. Ahora, sin otra opción que enmendar lo hecho, Buzz se compromete a terminar la misión, ignorando las advertencias de sus superiores como las necesidades de sus más allegados. Con compañeros tan erráticos como serviciales, el viaje de Buzz para vencer a la amenaza robótica que acecha al planeta y así poder volver a casa se apoya tanto en el poderío del personaje y su transformación como en la evolución visual de los paisajes que lo rodean. Los diversos horizontes que recorre nuestro protagonista como sus colores se transforman a medida que avanza la trama, consecuente a los logros y fracasos de la misión. Desde el atardecer más cálido a la noche más fría, Buzz atraviesa un lienzo exquisito, que saca a relucir el poderío de una animación que destaca por el detalle y la espectacularidad. No se puede decir lo mismo de la banda de sonido de Michael Giacchino, un compositor que se perdió en la acumulación de proyectos, sin lograr un tema que trascienda en lo más mínimo. Con una composición tan monótona como anticlimática, la banda sonora se estanca en acompañar al apartado visual genéricamente, sin preocuparse en el trasfondo ni de los personajes o su travesía. Algo similar sucede con el ritmo del film, que peca de una aceleración exhaustiva, logrando que muchas escenas climáticas no logren respirar, perdiendo así peso en el visionado. Tras el primer punto de giro, momento en el que se plantea el conflicto a resolver, la película inicia una cuenta regresiva, generando una velocidad que avasalla hasta en los momentos catalíticos, aquellos que son puestos para dar un descanso al relato. De todas formas, la transformación de Buzz como su conflicto interno logran sobreponerse ante las mencionadas fallas, logrando un personaje que empatiza. Corriéndose de la formula “From Zero to Hero” (De Cero a Héroe), el viaje de Buzz funciona a la inversa. Atrapado en el pasado, culposo por ser el responsable del estancamiento que puso a toda su tripulación en riesgo, Lightyear lucha con su yo interno, obsesionado en cumplir la misión que ya nadie le exige. Es así que el Ranger se pierde del presente que lo rodea, una civilización que aprende de sus errores y avanza en el nuevo territorio, sin intenciones de volver a ese planeta que alguna vez llamaron “casa”. Paulatinamente, el objetivo de “regresar” se transforma en el de comprender que ese destino estuvo siempre bajo sus pies, acompañándolo durante toda la aventura. Tanto la herencia de una amistad que perdura hasta el liderazgo aprendido, lejos de la individualidad heroica que lo definía, los regalos que obtiene Buzz en esta travesía lo convierten en el héroe insignia no solo de su gente, sino de aquel Andy, el niño que mira esta película al borde de la butaca.
La era referencial devora a la artística Es el fin de la saga del Mundo Jurásico, ¿pero realmente valió la pena continuarla? Dinosaurios. Criaturas milenarias que encontraron su extinción hace millones de años caminan ahora entre nosotros. Como si de una prueba existencial se tratara, los más expertos en el tema deben enfrentarse a la disyuntiva que los pone en jaque: ¿Es posible que estos seres, ya extintos por el mero paso de la evolución, convivan con los seres humanos? Esta pregunta es planteada y respondida en una película que logra, a través de un viaje audiovisual que la sitúa entre las obras más importantes de la cinematografía mundial, implantarse en el inconsciente del espectador como un blockbuster inteligente, espectacular y hasta necesario. Necesario para entender que dentro de estas obras también descansa la búsqueda artística, utilizar las herramientas más puras del séptimo arte y plasmarlas en un lienzo que demuestre el poderío del equipo que trabaja detrás. Esta película es Jurassic Park, estrenada hace 28 años. Con dos secuelas en su haber (una dirigida por el mismo equipo técnico original) y una nueva trilogía para las generaciones futuras, es innegable pensar el verdadero motivo de cuya existencia: ¿Merchandising o trascendencia? Alejándose cada vez más de aquella obra de Michael Crichton y de su disyuntiva científica, la trilogía de Jurassic World decide avocarse enteramente al espectáculo de masas, en donde el señalar con el dedo las diversas especies de dinosaurios que aparecen en pantalla y acompañar a héroes de acción enteramente acartonados es la base fundacional de sus películas, generando una inmediatez en las ganancias a obtenerse y un retraso en el pensamiento crítico y analítico que pueda quedar a posteriori. ¿Por qué? Porque no hay análisis profundo que valga sobre la trama que se sugiere o el conflicto de sus personajes, ya que su pobre ejecución y resultado sirve solo para replantearnos hacia dónde la recaudación de trillones entierra, descaradamente, la búsqueda de contar algo que trascienda a futuro. Presentándose como el final de la trilogía, e insolentemente de “la saga”, Jurassic World: Dominion pone el moño al conflicto que inicia en la primera entrega, enteramente ligado a la pregunta que planteó la película original: ¿Pueden subsistir ambas especies sobre el mismo suelo? Pero en dónde hubo una búsqueda intelectual y racional, evidenciando que los dinosaurios no son más que criaturas que buscan su propia supervivencia, ahora queda un lienzo pastiche y meloso que se preocupa en retratar momentos emotivos y carentes de sentido. “¿Le hiciste una promesa a un dinosaurio?” Le pregunta Ian Malcom (Jeff Goldblum) al personaje de Chris Pratt. Sí, porque el sentimentalismo barato es más fácil de digerir. Pudiendo centrarse en la espectacularidad que presenta el inicio del film, los dinosaurios vagando por los distintos rincones del planeta, poniendo en jaque nuestra rutina capitalista, el film decide apoyarse en los vestigios de su antecesora; un clon, producto de un empresario loco, es criado por Owen (Chris Pratt), un domador de Raptors, y Claire (Bryce Dallas Howard), una ejecutiva del parque temático que, de una entrega a otra, logró recurrir a su consciencia y ahora se define como una salvadora de dinosaurios en cautiverio. El verdadero problema no es el planteamiento inicial, que logra generar cierto interés pasatista, sino lo que sucede luego del detonante y su respectivo primer acto. Como si la supervivencia del ser humano frente a criaturas titánicas no fuera suficiente, el director Colin Trevorrow decide delimitar la zona de acción de nuestros protagonistas en, otra vez, una isla que busca estudiar a los dinos con fines enteramente científicos, en donde los avances pueden traer resultados a enfermedades y problemas genéticos. Por supuesto, la cabeza detrás de toda esta parafernalia tiene otras intenciones, malévolas y estúpidamente ligadas a una trama forzosa, que pone en juego mercenarios, nuevos dinosaurios modificados genéticamente y explicaciones narrativas para justificar los errores de las anteriores entregas. Y, como si fuera poco, el recurrir a los personajes de la película original, como Alan Grant (Sam Neill), Ellie Sattler (Laura Dern) e Ian Malcom, termina de sentenciar al film en una búsqueda desesperada que da manotazos de ahogado hasta que logra agarrarse de la cuerda del momento; la nostalgia. De esta forma, denigrando a los personajes a situaciones genéricas que sirven para acceder al inconsciente del espectador y que este asocie el remate actual con lo que el personaje supo ser en el pasado sólo para generar una sonrisa insulsa, la culminación de esta “Era Jurásica” es tan desabrida e ingenua que se define como el sueño mojado de un espectador que solo busca deleitarse con la inmediatez de la situación; Dinosaurios, Chris Pratt y el Theme de John Williams.
Muerte y resurrección del ícono de una época ¿De qué va? Nick Cage, rodeado de deudas y problemas familiares, acepta concurrir al cumpleaños de un súper fan por un millón de dólares. Pero los secretos de este y la investigación en curso de dos agentes de la CIA lo sumergen en un blockbuster que mezcla la realidad con la ficción. Hablar hoy del talento de Nicolas Cage es comprender que su carrera como icono heroico de los ’90s fue tan solo el puntapié para su carrera artística, aunque también un declive en su costado personal. Cómics de colección, mansiones, huesos de dinosaurios y animales exóticos son algunos de los tantos lujos que el actor se dio en el pasado, sin comprender que su figura actoral se estancaba, muy lentamente, en películas que el público ya no disfrutaba. Desde Ghost Rider, Next a Knowing o El Aprendice de Brujo, Nicolas trataba de entregarse completamente a sus personajes, pero estas superproducciones que tan solo buscaban una moneda en taquilla lo estancaron como la opción más redituable en films de acción de segunda, papeles que lo ayudaron a cubrir los gastos de tremendas excentricidades. Pasados los años, y logrando en el medio papeles exquisitos como Joe en el film homónimo de Gordon Green o el Big Daddy de Kick-Ass, el Klaus Kinski Californiano le da vuelta la cara a Hollywood y a toda su extravagancia para demostrar, una vez más, que su talento pesa más que su figura pública. A partir de este punto de redención es que nace El Peso del Talento, apoyándose en la metatextualidad cómo recurso narrativo y ficcionalizando el futuro del actor, presentando la lucha constante entre Nicolas Cage, el actor que busca trascender con papeles complejos, y Nick Cage, aquella sombra del pasado, sedienta de gloria y reconocimiento. El film presenta al personaje en un meseta tanto personal como artística, en dónde el papel que tanto quería le es rechazado y su ex esposa (Sharon Horgan) e hija (Lily Mo Sheen) apenas pueden verlo. El actor, caído en desgracia, acepta, convencido por su representante (Neil Patrick Harris), asistir como invitado de honor al cumpleaños de un fanático acérrimo, Javi (Pedro Pascal). A partir de esta disyuntiva, correrse de lo artístico para dar lugar al exhibicionismo estelar, Nick acepta la oferta por un simple hecho; necesita plata para pagar un sinfín de deudas. De esta forma, dejando de lado su orgullo, el actor se zambulle a la aventura, sin comprender que su camino se verá envuelto en un sinfín de situaciones tan espectaculares como hilarantes, salidas de los guiones de las películas que hoy en día protagoniza. Como si de una reversión con esteroides de Adaptation. se tratara, Nick atraviesa un viaje catártico a través de una multiplicidad de géneros que despiertan en el actor sus dotes interpretativos más pintorescos. Desde la comedia hasta la acción, Nick evoluciona en el personaje que lo define hoy como actor; un hombre acomplejado por su accionar que solo busca un respiro de tanta parafernalia. Con una correcta ejecución, la película atraviesa un guión de manual, pero no por eso peca de ingenuidad o agobio. La cinta logra, sabiendo que su punto fuerte es la ridiculización de los estereotipos, llevarnos por un viaje placentero a través de situaciones absurdas que se apoyan en el inconsciente del espectador, sea o no seguidos del actor. La dupla Javi/Cage es un recordatorio constante de la verborrea psicótica de los fanáticos hacia sus ídolos. Cómo el fan, atrapado en la nostalgia y el coleccionismo impersonal, atrapa al actor, humano, y lo transforma en una figura de cera, creada para ser moldeada a gusto y piacere. Es esta relación y su evolución el punto fuerte del metraje, en dónde la figura del fan deberá humanizar a su ídolo y el actor, lleno de orgullo y pretenciosidades, intentará comprender que debajo de todas esas alabanzas “inocuas” se esconde aquella admiración sincera y esperanzadora que no supo ver. El Peso del Talento pisa fuerte tanto como una comedia de acción como también una metáfora del valor actoral que los artistas, envueltos cada vez más en pantallas verdes y trajes hechos por CGI, deben resignificar en los papeles que eligen tanto para subsistir como para demostrar su poderío. Tras rolar los créditos, como espectadores comprendemos que Nicolas Cage, pudiendo hacer una ficcionalización de su vida, tan heroica como aplastante, es uno de los actores más versátiles, demostrativos y sinceros de nuestra época. “You’re Nick Fuckiiiiiiiiiiing Cage!”
Por favor, dejen de chuparnos la sangre El universo cinematográfico de Sony se expande con la que podría ser su peor pieza hasta el momento. ¿De qué va? Michael Morbius, un científico con una enfermedad degenerativa, logra encontrar la cura a su problema, aunque los efectos secundarios despertarán en él una sed de sangre voraz. Tras la montaña rusa de No Way Home y el callejón gótico de The Batman, llega a las pantallas grandes otra figurita del álbum de Marvel. Pero esta figurita es de esas que te vienen tres en el mismo paquete y encima nadie la puede cambiar porque todos “late”. Sin generar ninguna expectativa con su trailer, y dando casi arcadas con sus afiches, Morbius llega 30 años tarde, queriendo plantear un conflicto de “Héroe o Villano” y dando como resultado un pastiche somnífero y desabrido. Qué ganas de que se llene el álbum para así no comprar más figuritas. Desde los primeros minutos del film, presenciamos el mundo que rodea a Michael Morbius (Jared Leto), un científico de la hostia que sufre de una enfermedad degenerativa desde muy pequeño. Junto a su lado está su colega Martine (Adria Arjona), que lo “ayuda” en sus diversos procesos de investigación. Por otra parte, el amigo de Michel, Lucian AKA Milo, (Matt Smith) sufre de la misma enfermedad -o de una muy similar, ya que ni se molestan de aclarártelo- y tras largos años, Michael parece descubrir la cura para semejante tormento. Claramente, las cosas no van a salir como él quiere, aunque Milo demuestra un interés muy malévolo y vengativo. Así, tan estrepitosamente y sin tapujos, se presenta el plot que seguimos hasta el final, sin ningún tipo de sorpresa, sobresalto ni movilidad alguna en la butaca. Con un villano que es malvado porque así fueron con él en el pasado, con una damisela en apuros que se destaca por su belleza hegemónica más que por lo que puede aportar a la aventura, y con una trama policial tan básica e innecesaria que hace que nos olvidemos de que hay dos policías dando vueltas en ella. Morbius sufre de la enfermedad -sí, de otra- de ser una entrega sin ningún tipo de condimento ni pasión alguna por un simple hecho: agregar trasfondo a un personaje secundario no lo hace apto de ser un protagonista ni de contar con una transformación propia que se excuse de robar minutos en pantalla. Esta edición, al igual que las dos horrendas de Venom, es como si se pasara a guión el bosquejo de brainstorming sobre estos personajes que cumplen, cumplieron y cumplirán un solo rol; “ser el villano de”. Hay metrajes que logran mostrar una mirada interesante sobre el origen del mal, tal como se vio en la tan hablada Joker o mismo en animaciones como Megamente o Mi Villano Favorito, brindando personajes que no tienen miedo de pararse frente a la pantalla y decir “Soy malo, me mando cagadas porque esa es mi labor y lo recontra disfruto”. En Joker, por ejemplo, complejizan este concepto atravesando la psiquis rota de un personaje que intentó pertenecer a una sociedad disruptiva, encontrando su lugar en ella generando un poco del caos que él absorbió de la misma. ¿Estoy diciendo con esto que con Morbius estábamos esperando una Joker 2? Por favor, no, pero es necesario recordar que pelis sobre villanos abundan y que no debemos comer vidrio, por más colorido que sea. Volviendo a lo que nos compete, esta nueva entrega marvelita, protagonizada por un villano que pertenece a una basta galería de sujetos deformes que buscan destruir al arácnido, tenía la doble responsabilidad de construir un personaje coherente y apto para seguir un protagonismo dentro de una trama estable, con dificultades y una trasformación aparente para dicho personaje. No logra ninguna. El origen de Michael se apoya en el altruismo de un enfermo que quiere darlo todo para curar a su mejor amigo que, casualmente, sufre la misma enfermedad que él. El nacimiento del villano del «villano» es deducida desde el minuto uno, y sin que este sea el mayor problema, sí lo es su entera presentación a lo largo del metraje. “Voy a dañar a aquellos que me dañaron”. ¿En serio? ¿Toda una vida en muletas y de repente sos un asesino chupa sangre no por necesidad sino por una maldad contenida? La trama policial, liderada por el cuatrochi (Al Madrigal) y el negro desabrido (Tyrese Gibson), es un conglomerado de escenas que reorganizan la información para escupírsela al espectador dormido que fue al baño a lavarse la cara y la mera aparición de la doctora Martine nos hace preguntar qué tan arcaico y estúpido se puede ser para seguir ubicando intereses amorosos y así emparchar una trama que necesita orden, no más plastilina. Tras lo dicho anteriormente, es importante pensar el futuro que se plantean estas películas alrededor de lo que pueden contar y ofrecer. Es moneda corriente, y no por eso coherente, que estas entregas funcionan enteramente en merced de una entrega mayor, en la que el héroe con más follows se enfrente, finalmente, a estas figuritas que tuvieron sus dos minutos de fama en una superproducción de millones de dólares. Pero el quid de la cuestión es qué queda tras eso. Es sabido, y sin buscar debate alguno, que el verdadero propósito de toda esta movida es invertir millones para recaudar billones, pero donde antes había un espacio para demostrar una autoría desde lo actoral hasta lo técnico -desde Raimi con su arácnido y sus enormes villanos hasta Singer con sus mutantes multifacéticos – ahora solo están estas películas, y series, que se concentran hasta el hastío en ser un relleno consciente. Y a partir de esto, el público de la media busca refugio en la “originalidad y frescura” de una aventura gótica que esconde sus deficiencias en la oscuridad de tres horas de duración. De esta forma, este círculo de “novedad, hartazgo, descubrimiento” devela que nos conformamos siempre con lo mismo, apretando la naranja de ese árbol ya seco hasta que ya no queda más que una cascara de la que todos agarran desesperados. Es la misma cáscara de la misma fruta, agarre quien la agarre, la corten como la corten. ¿Lo bueno de Morbius? Dura hora cuarenta. La corta duración no debería de ser un factor positivo, pero en donde estás superproducciones duran más de dos horas y media, que un copy-paste dure menos es un alivio para nuestro cerebro.
Muchas manos en un plato… El videojuego de PlayStation salta a la pantalla grande con Tom Holland como el aventurero Nathan Drake. ¿De qué va? Nathan Drake, un buscavida que sobrevive con artimañas, es encontrado por Victor Sullivan, un cazarrecompensas que trabajó con Sam, el hermano desaparecido de Drake. Juntos deberán embarcarse en la búsqueda del tesoro perdido de Magallanes, no sin enfrentarse a Moncada, un empresario que reclama la misma fortuna. Antes que nada, cabe aclarar que soy un fan acérrimo del mundo creado por Amy Henning y compañía. Gracias a sus historias y al mismísimo Nathan Drake, ese cazarrecompensas tan atorrante como insoportable, como jugador, y como espectador por qué no, pude revivir esa emoción heroica y aventurera de transitar páramos peligrosos, llenos de secretos y tesoros deslumbrantes. Desde Perú hasta Nepal, de encontrarse con El Dorado a transitar la mismísima Atlántida de las Arenas, la travesía de Nathan Drake, y de cómo sus amigos y confidentes Sully y Elena lo ayudaron a no morir en algún rincón mohoso del planeta, es una de las experiencias más ricas, gratificantes y sanadoras que existen en el mundo videojueguil. Tras esta introducción, y dejando en un cajón el amor que siento por la saga, aclaro que esta crítica va a ser en base a la película como obra audiovisual autónoma y no como adaptación, ya que debería de centrarme en cómo un videojuego, con sus propias mecánicas y reglas, logra reducirse a apenas dos horas de duración. En este contexto, ningún videojuego, o incluso libro u otra fuente adaptable, lograría «llenar las expectativas» de los fanáticos juzgadores que esperan con ansias destripar el film en busca de situaciones “fieles” o caracterizaciones exactas. Eso dejémoslo para los blogueros haters. De más está decir que hay guiños y un cameo que sacará alguna que otra sonrisa, pero eso no nos importa a la hora de analizar el verdadero contenido de la trama, ya que estos chascarrillos son eso; guiños de la producción para hacernos levantar el índice cuál DiCaprio en el sillón. Sin mucho más preámbulo, paso a comentarles por qué la última película de Ruben Fleischer (Zombieland, Gangster Squad, Venom), bah, de Sony, no solo es paupérrima a nivel ejecución, sino que el mero motivo de su existencia es, y sin hacerme el tonto en que otros tanques hollywoodenses tienen el mismo objetivo, la plata. Mucha plata. ¿Promocionar indirectamente la remasterización de los últimos dos juegos de la saga para PS5? ¿Expandir el mundo multimedial? Poco importa la respuesta, ya que con esta película se responde lo único que necesitamos saber: Uncharted es otro intento descarado y fallido de llevar un mundo riquísimo a una adaptación que tuvo más manos que amor propio. No hace falta demasiado tiempo en pantalla para darse cuenta de que la representación de las escenas más emblemáticas de los juegos va a buscar ser las verdaderas protagonistas del film. Ni bien comienza vemos a un Nathan Drake gritando “¡Oh, crap!” mientras escala desaforadamente por un cargamento que cuelga de un avión en pleno vuelo. Un flashfoward que inyecta en el espectador la adrenalina suficiente para que se peguen a la pantalla y así ver cómo se desenvuelve el accionar de nuestro protagonista y qué lo hizo llegar a allí. Es acá, y en todo el resto del film, que presenciamos la decadencia de un guión tan desnutrido como lastimoso. Con una presentación de personajes tan insulsa y genérica que nos hace preguntar si de verdad recurrieron al visionado de alguna película del género para inspirarse, con diálogos que escupen información con el mismo tono de decibeles durante todo el film, dudando de si en estos actuantes corre sangre o solo un esquema mal diseñado y con situaciones que apenas cumplen correctamente con lo que una obra de esta índole puede ofrecernos, Ruben Fleischer nos trae un proyecto emparchado, que estuvo en desarrollo tanto tiempo que esa pizca de amor que inició todo quedó en un pasado ya olvidado. Recuerdo a Joe Carnahan diciendo que el guión que estaba preparando era sobre una aventura completamente nueva para nuestro Nathan, algo que, sin contar que el director tiene alguna que otra película disfrutable en su catálogo, traía cierta luz sobre un proyecto que no necesitaba existir. Ya alcanzaba con las cientas de cinemáticas y el gran desarrollo de la historia que tienen los juegos para saciarnos del aventurero por largo rato. Aún así, tanto Joe como ese guión quedaron en el olvido, haciendo que el plan para traer a la pantalla grande a Nate y compañía quedara en la deriva hasta que hoy, 2022, concluya en el estreno no de la película del buscador de tesoros, sino de «la nueva de Tom Holland«. Con el actor inglés encabezando el poster, y con un Mark Wahlberg que le pone la mejor (aunque, por favor, no hables más en español) para sacar a flote a un Sully que, a pesar de todo, es el que más aciertos tiene dentro de este caos, Uncharted no es más que una sucesión de escenas inconexas que terminan en la pobre representación de aquellos momentos icónicos de la saga, confundiendo la palabra “adaptación” con “darle la banana al mono”. No me confundan, sé que la intención era esa, pero no me la hagan tan obvio, che. Ah, y para concretar, la escena post créditos tiene más espíritu y ganas que toda la película. ¿A qué les hace acordar esto?
Vuelve el bigote belga más bello El nominado al Oscar, Kenneth Branagh, dirige esta secuela de Murder on the Orient Express. ¿De qué va? Disfrutando de sus verdaderas vacaciones en Egipto, Hercule Poirot se encuentra, nuevamente, en el medio de un homicidio que despierta a la sospecha de todos los participantes que viajan a través del tranquilo Nilo. Desde el primer film, allá por 2017, Kenneth Branagh (Henry V, Hamlet) nos presentaba un Whodunnit que no se corría de lo tradicional. Elenco de primera (con actores como Johnny Depp, Judi Dench, Willem Dafoe, Michelle Pfeiffer y más), un asesinato impecable y un detective tan perspicaz como resolutivo. A pesar de que varios de los actores terminaban desaprovechando su verdadero potencial por quedar relegados a ser “un sospechoso más”, y a que la resolución del caso, por más espectacular y sorpresiva que sea, no generaba un verdadero cambio en el espectador, ya que tanto el asesinado como los perpetradores del hecho no lograban hacernos empatizar ni un poco, si fue la figura del enorme Hercule Poirot la que sostuvo a flote esta remake y/o nueva reinterpretación de la obra de Agatha Christie. Con una simpatía que abraza a cada uno de sus conocidos, pero con una profesionalidad que emana una seriedad galopante, Poirot es el verdadero protagonista del film, iniciando como un detective que cree en que está el “bien” y el “mal”, y que termina dudando de qué hay en el medio de estas dos fuerzas que traen equilibrio a un mundo roto. Es, con los vestigios que se vieron en el primer film, que Branagh arranca esta secuela, logrando tomar las falencias de su predecesora para presentarnos a un Hercule aún más complejo y, por ende, más rico y entrañable. En esta oportunidad, nuestro héroe detectivesco, que arrastra desde hace años una herida de guerra que no solo lo marcó superficialmente sino también en su más privado interior, se encuentra vacacionando en el árido Egipto. Topándose con su errante amigo Bouc (Tom Bateman) y contemplando lujosas fiestas que traen consigo personajes cargados de pasión y éxtasis, Hercule se reencuentra con ese símbolo del amor que descansaba, tímido y soñador, en lo más profundo de su ser. De esta forma, Poirot es testigo de cómo este sentimiento tan traicionero como avallasante es el justificativo para llevar a cabo un plan malicioso, que esconde las intenciones más escabrosas y desesperadas. Apoyándose en el símbolo del amor como venganza, salvamento y justificación moral, Branagh nos sumerge tanto en la introspección de nuestro protagonista como en las historias de dolor y desesperación de los sospechosos que navegan por un Nilo calmo pero turbulento. Con un casting que no solo hace brillar a la cara de póker de Gal Gadot, sino que explota a fondo a estrellas como Annette Bening, Sophie Okonedo y Letitia Wright, esta entrega corrige el curso errático de la primera, colocando a cada personaje en lugares estratégicos no solo para que la trama funcione, sino para que estos tengan más de un justificativo para estar allí y así desplegar su poderío actoral. Aún así, el verdadero poderío de la película descansa, una vez más, en la transformación de Poirot ante semejante caso. Es importante remarcar que personajes como él o Sherlock Holmes son nacidos a partir de una idea de que a lo largo de su vida deberán descubrir un sinfín de misterios, por lo que la transformación tanto interna como externa será mínima, ya que necesitamos que estos actuantes no cambien drásticamente para que así puedan seguir con su labor en sus diversas aventuras. Una vez aclarado esto, es reconfortante ver como nuestro protagonista logra, por más mínimo que sea, un cambio tanto moral como sentimental, en dónde debe dejar de lado su pensamiento estructurado y deductivo para zambullirse en esta resignificación de la pasión, despertando así fantasmas del pasado que lo convirtieron en el detective que es hoy, pero que aún tienen más cosas por decirle. Muerte en el Nilo es una carta de amor al amor y hacia cómo puede perpetrar tanto al más débil como al más fuerte. Con un arco narrativo que evoluciona pausada y sutilmente, esta poderosa secuela decide correrse del asombro al espectador para brindarnos una mirada más profunda a los motivos que llevaron a cada uno de los participantes a esa escena del crimen en la que, por más que solo un par son los culpables, todos están involucrados por este símbolo romántico que ronda por todo el barco y crece minuto a minuto.
Vuelven los tsunamis más lindos del cine Roland Emmerich (Independence Day, 2012) una vez más quiere destruir al planeta Tierra, ¿De qué va? Tras una anomalía alienígena que corre de curso el trayecto de la Luna, dos astronautas que comparten un pasado y un aficionado a la ciencia deberán esquivar catástrofes naturales para salvar a la Tierra. Me acuerdo de ver centenares de veces por la tele a aquel lagarto radiactivo que rompía edificios con su gran cola y comía montañas de pescado con su trompa prominente. Me acuerdo de ver como Will Smith trompeaba a un alienígena que tenía mas tentáculos que cabeza en el medio del desierto, mientras Jeff Goldblum tiraba un chiste casual, y de cómo un padre que buscaba la redención se estrellaba de lleno en el núcleo de una madre nodriza. De vez en cuando se me viene a la cabeza la imagen de Benjamin Martin quemando los soldaditos de plomo de su hijo asesinado, para así convertirlos en balas que definirían la guerra de una época. Cada vez que veo fotos de edificios congelados no puedo evitar pensar en la Nueva York de El Día después de Mañana, aquel páramo blanco, lleno de peligros que ponen a prueba a un muy joven Jake Gyllenhaal que debe hacer las paces con su padre. Si digo que no fui a ver varias veces las escenas catastróficas que se producían gracias a un cambio climático inminente estaría mintiendo. Terremotos que abrían en dos ciudades enteras y tsunamis que llegaban hasta el Himalaya no eran suficientes para frenar a un padre que tan solo buscaba hacer las cosas bien. Todos estos momentos que se impregnaron en nuestro inconsciente tanto cinematográfico como colectivo son producto de un señor, y un equipo de producción masivo, que decidió contarnos historias simplísimas con un despliegue que va más allá de la imaginación, llevando así al cine catástrofe a otro nivel. Este enorme sujeto es Roland Emmerich, y por más que tenga algún que otro error en su carrera, eso no lo priva de volver con su nueva obra, Moonfall, en dónde agarra un poco de todos estos condimentos grandilocuentes para llevarnos por un viaje que roza el suelo terrestre, la estratosfera y el infinito espacio. En esta nueva entrega, la aventura nos lleva a los confines del planeta, en dónde nuestro satélite natural toma un giro inesperado. La última frase es literal, porque gracias a un suceso que fue negado por la NASA y dejó en la calle al astronauta Brian Harper (Patrick Wilson), la Luna se corre de su orbita original, generando que esta impacte contra la Tierra en tan solo unas semanas. Es así que la antigua compañera de Harper, Jo (Halle Berry), contactará a su viejo amigo para una última aventura intergaláctica. Pero el planeta no es lo único que se desmorona muy lentamente, también lo hacen sus vidas personales. Harper apenas habla con su hijo Sonny (Charlie Plummer), que acaba de terminar preso, no tiene para pagar la casa y da charlas a nenes en convenciones. Por otro lado, Jo debe lidiar con la burocracia de la NASA mientras intenta convencer a su ex esposo para conseguir más tiempo y así salvar su tesoro más preciado, su hijo. Entre estos dos profesionales está KC Houseman (John Bradley), un fanático aficionado a la astronomía y los alienígenas que nunca fue escuchado, pero ahora logra hacer el descubrimiento que podrá darle a su planeta una segunda oportunidad. Es así que Emmerich logra, una vez más, posicionarnos en personajes que tienen problemas tan terrenales como los nuestros. Sujetos que pueden ser científicos excepcionales, pero que en su rutina son tan ordinarios como nosotros, hasta que una nueva oportunidad de redención se presenta. Acá es dónde vemos el germen tanto de este film como de sus restantes obras, cuya honestidad bruta y melosa se corre de lo pretencioso para darnos aventuras tan pochocleras como inolvidables. Una vez que comprendemos que todas estas travesías tratan sobre reparar vínculos y alcanzar una revelación suspendida, los caminos que nuestros personajes recorren a través de océanos tumultuosos y tornados furiosos, ya sea para salvar a los suyos como al planeta, no son más que pasos desesperados para sobrevivir a una catástrofe que pone en peligro lo más deseados para ellos: poder transformarse como personas, para así recibir nuevamente el amor de los suyos. De esta forma, como imagen metafórica de un mundo interior que venía en picada hace tiempo, nuestros actuantes podrán sacrificarse para salvar a sus hijos, cruzar planicies heladas para abrazarlos y acariciar la superficie de la Luna para comprender que perdimos, y qué queda por ganar. Moonfall no es la excepción a la regla y no solo se encarga de darnos un drama familiar cómodo pero efectivo, sino que nos regala un viaje inter dimensional que roza las preguntas existenciales que el mismo Roland busca responderse en sus trabajos: ¿Quiénes somos? ¿Por qué hacemos lo que hacemos? ¿Por qué peleamos por aquellos que amamos? Sin buscar trascender o siquiera cambiar un paradigma ya establecido, Moonfall es la sci-fi catastrófica ideal para sentarse al borde del asiento y así disfrutar de las imágenes más calamitosas y, por ende, más espectaculares que este género puede ofrecer. Te extrañábamos, Roland.