“Ah, padres”, dice con ironía el principal villano de Sin tiempo para morir, el barroco Rami Malek. Es un diálogo entre dos personajes marcados por los destinos oscuros, y las decisiones terribles, de sus padres. Una escena que vale para cifrar varios asuntos clave en esta demorada nueva película de Bond, James Bond. Entre ellos, ese asunto del legado, que atraviesa el argumento, así como también, el tono: entre la acción más peligrosa, de vida o muerte y el sarcasmo, el humor melancólico que, ya desde los títulos iniciales, desde la voz triste de Billie Eilish, indica la dirección.
La secuencia inicial, extraordinaria, acomoda a los espectadores en el asiento. Con esas escenas de acción, en un pueblito idílico de Italia, que podrán servirse del CGI pero se sienten muy terrenales. Explosiones, persecuciones en distintos vehículos, balaceras, malos que aparecen de la nada, curvas peligrosas. Sin embargo, es solo el aperitivo para (bastante) más de dos horas y media de espectáculo, que enhebra muchas, igual de complejas, secuencias similares.
En paralelo, nos ponemos al día con la vida de James, repasamos los eventos que llevaron a la captura de Blonfeld, cabeza de la organización Spectre, y conectamos con el presente del personaje más icónico de las historias de espías, interpretado por el insuperable Daniel Craig. Un presente que expone el costado más humano del agente surgido de las novelas de Ian Fleming e interpretado por actores de la talla de Sean Connery (favorito de muchos). El que se sale siempre con la suya, nunca pierde la elegancia y vive rodeado de mujeres hermosas.
Claro que Craig es distinto, y su enorme sex appeal convive con el alma triste que transmiten sus ojos azules. Después de cinco películas como Bond, esta despedida del personaje parece concebida para honrar su arte. Y después de esas largas primeras dos horas, los guionistas (el director, Cary Joji Fukunaga, junto a Phoebe Waller-Bridge, Neal Purvis y Robert Wade) expulsan hacia los costados de la cancha todas las subtramas y personajes que superpoblaron la película, para centrarse en él. En el adiós, con gloria y épica, del mejor Bond de la historia del cine. Que es también una épica personal, íntima, vinculada a ese presente “humano” que enfrenta a James con los costos y beneficios del camino elegido: todo lo que la buena vida de espía lo obligó a dejar afuera.
Para llegar a ese clímax hay que atravesar una serie algo excesiva de historias y tramas derivativas. En torno al emporio vengativo de un villano con sabor a poco, Lyutsifer Safin (Malek), que se ha hecho con una poderosa arma química cuyas víctimas pueden seleccionarse según su ADN.
El hombre tiene motivos para buscar venganza, pero aunque parece satisfacerla en los primeros minutos, por algún motivo quiere acabar con la humanidad toda, o en buena parte. Lo ayuda un científico ruso que traiciona al MI6, para el que trabajaba, pues el desarrollo surge de un laboratorio secreto del servicio ídem británico. Que deberá buscar a 007 para evitar una catástrofe, aunque Bond está retirado y hasta le han otorgado ese número/nombre a una nueva agente, Nomi (Lashana Lynch).
Encontrarán a Bond en una isla caribeña, olvidándose de lo que él cree fue una traición de la mujer que ama, la psiquiatra Madelaine (Lea Seydoux), mientras desde la cárcel de máxima seguridad, un villano anterior, Blonfeld (Christoph Waltz), puede producir una matanza de integrantes de Spectre en Cuba, gracias a una especie de ojo computarizado. Por cierto, la secuencia cubana cuenta con la graciosa presencia de Ana de Armas.
Esta enumeración de cosas que pasan vale para dar cuenta del demasiado que aqueja a la película, como un texto con sucesivas frases subordinadas que, llegado un momento, nos lleva a implorar un punto y aparte; aquí, a mirar el reloj. Eso no implica que Sin tiempo para morir no se vea con placer, en sus muy bien resueltas escenas de acción (la italiana, acaso la más memorable) y en sus momentos más divertidos, que también abundan. Tampoco impide que la película transmita el aliento de una ovación de pie para el protagonista. Que probablemente dejará paso a una cara nueva.