El círculo se cierra finalmente. La historia del James Bond de Daniel Craig llega a su fin con el peso de todo su recorrido: la memoria de Vesper (Eva Green), el perro feo de M (Judi Dench), la camaradería transoceánica con Félix Leiter (Jeffrey Wright), las máscaras efímeras de sus circunstanciales villanos. Pero lo que consigue este final de saga es una épica carnal para su héroe, con heridas visibles que materializan la tragedia, amores sentidos con lágrimas, un humor ligero y aguzado que acerca los límites de lo posible como nunca antes. Cari Joji Fukunaga consigue la película más física de todas, capaz de potenciar sus escenas más espectaculares al unirlas con los conflictos más hondos, arraigados en la historia misma del agente secreto creado por Ian Fleming y la tradición de espías de la que se despide.
El mundo ya no es el mismo que el de la Guerra Fría; sus barreras han cambiado de fisonomía pero no de posición. Y si ya la Casino Royale de Martin Campbell había afirmado la consciencia de este nuevo tiempo, aquí los ecos de esa reinvención se hacen más complejos, más trabajados. La llegada de Phoebe Waller-Bridge al guion agita el sarcasmo sumergido en los diálogos con un timing aceitado, diseñando duelos actorales que no exigen golpes y saltos sino las confesiones más efectivas. El comienzo de la historia, la que une a Bond con Madeleine Swann (la perfecta Léa Seydoux) y su pasado, con Spectre y su tétrico legado, actualiza la sospecha de la traición y el fantasma del retiro pero esta vez el regreso al servicio activo, oscilando entre enemigos y aliados, lo dispara a un recorrido que es vital para el destino del mundo pero trascendente para su historia personal.
En ese territorio opaco en el que el MI6 reemplaza a sus agentes y alimenta a sus prisioneros como los baluartes más efectivos, el Bond de Craig emerge con la fuerza de su propia experiencia vistiendo el impecable smoking, adulto en sus conversaciones sobre el destino del mundo con M –la de Ralph Fiennes es la versión desencantada del patriotismo post Brexit-, afilado en sus contrapuntos con la nueva 007 de Lashana Lynch, perfecto en el juego de falsas seducciones en la excursión cubana con Ana de Armas. La película ensancha los arquetipos que nutren su imaginario, los saca del mero guiño para convertirlos en concretos habitantes de esa mitología. Y la consagración de Craig ensombrece con justicia al villano infantil de Rami Malek, construido con demasiados mohines y falsetes para la tan esperada despedida.
Sin tiempo para morir ofrece un final a la medida del enorme trabajo de Daniel Craig para convertir a su James Bond en la mejor excepción de todos los héroes de carne y hueso.