Duplicidad
Si Sinister es insoportablemente tensa desde el principio es porque su protagonista, el escritor Ellison Oswalt (Ethan Hawke), no para de jugar con fuego. Con un éxito de ventas en su haber que ya lleva diez años sin repetirse, una economía al borde de la quiebra y la autoestima no mucho más entera, Oswalt necesita de manera desesperada hacer un hit. Y para eso está dispuesto a arriesgar todo. Por eso, se muda con su familia (esposa rubia y dos hijos, ya saben, familia tipo para un género que trabaja con lo típico) a una casa solitaria en la que una familia entera murió ahorcada de un árbol, a fin de investigar ese crimen que dejó como saldo una nenita desaparecida. Ese árbol no sólo se puede ver por la ventana sino que, además, enseguida aparece en el altillo una misteriosa caja con varios rollitos de Super 8 y un proyector -¿quién la habrá dejado?- y, por supuesto, en una de esas breves películas se puede ver el asesinato de la familia. Los cuatro cuerpos colgados y balanceándose, con capuchas en la cabeza. Y después otro crimen, y otro. Y otro.
Sinister duplica el horror porque prácticamente se desdobla todo el tiempo en dos películas: la que tiene como protagonista a Ellison y su familia, en una casa que es desde el principio la boca del lobo -y los hijos de la pareja enseguida empiezan a acusar recibo, con pesadillas e inquietudes varias- y la otra, casi igualmente oscura, que aparece en la pantalla improvisada de la oficina del escritor donde se proyecta el Súper 8. En la primera, todas las fichas del terror se juegan con habilidad para enredarnos en el juego de las conjeturas, especialmente porque hay personajes secundarios, como los policías del pueblo, que estallan de ambigüedad, y porque la locura progresiva de Ellison, siempre con la botella de whisky a mano, pronto desestabiliza todas las referencias lógicas.
Y, con respecto a la segunda, esos rollos malditos que casi nos obligan a ver resultan mucho más terribles que las imágenes acuosas de las cámaras nocturnas de toda la saga Actividad paranormal, en la medida en que hacen visible como nunca la cualidad terrorífica de los registros visuales. Sobre todo cuando se trata de asomarse a lo desconocido, de hacer andar el proyector y no saber qué puede llegar a aparecer junto con ese traqueteo tan familiar que al mismo tiempo escuchamos (todavía) en la sala de cine. Y los fragmentos encontrados por Ellison son realmente tétricos, prácticamente snuff movies que imponen una cercanía insoportable y una identificación absoluta, incómoda, con el asesino que sostiene la cámara.
Probablemente no hay nada en Sinister que se salga de lo esperable en el subgénero house, tan recurrente en los estrenos de este año, salvo por esta superposición de materiales visuales y texturas que tan bien explota, por un lado, el carácter potencialmente siniestro de esas peliculitas familiares en Súper 8 donde no hacemos más que ver muertos, muchas veces en el más absoluto silencio. Y por el otro la oscuridad, porque Sinister es una película tremendamente oscura que sabe generar tensión a partir de ese enceguecimiento del espectador, al punto de que algunas secuencias parecen desprenderse del relato para constituirse en un experimento sobre lo visible (y también por supuesto, sobre el cine), sobre ese parpadeo intolerable que genera el deseo de ver y el de hundirse en la oscuridad más completa, con tal de salvarse los ojos.