Yoav llega a París con apenas unos bolsos. Se queda en un departamento vacío: con frío y apenas con unas pocas pertenencias, Yoav trata de bañarse y cuando sale de la ducha no tiene nada, ni la bolsa de dormir. Corre desnudo a los supuestos ladrones por todo el edificio sin éxito; pide ayuda a los gritos pero nadie lo responde. Horas después, Emile y Caroline lo encuentran medio muerto en la bañadera y lo llevan a su departamento. Termina algo que podría haber sido un prólogo y empieza la verdadera historia de Yoav, un israelí amante de Francia que dice haberse escapado de su país. Allí empieza el proceso de formación del protagonista: Tom Mercer hace a un personaje que es puro cuerpo y sonoridad, una especie de Kaspar Hauser danzarín y alegre al que la pareja somete a un aprendizaje total que incluye el idioma, las costumbres y el amor.
De alguna manera, todo está servido para una sátira demoledora: Yoav quiere ser una tabla rasa, borrar su pasado en Israel, sus recuerdos y fundirse plenamente con la cultura francesa. Algo de esto ya está sugerido al comienzo, cuando desaparecen las pertenencias del protagonista: Yoav es despojado de todo pero el hecho nunca se esclarece, ni siquiera se muestra a los presuntos ladrones, por lo que hay que pensar que es la película misma la que lo deja sin nada, desnudo, en un plano secuencia que además trata esforzadamente hacer sentirnos la intemperie en la que se encuentra el personaje. Ese comienzo podría tener la forma de un amable misterio buñueliano si no fuera por la violencia casi hanekiana con la que Lapid lo consuma. La crueldad, signo distintivo de su cine (en especial de Policeman), anuncia un desastre, tal vez un largo espectáculo de maldades descargadas sobre el protagonista. Pero el presagio, felizmente, dura poco: en la escena siguiente, Yoav despierta en la cama de Emile y Caroline, tapado y atendido cariñosamente por ellos. Los dos lo ayudan con direcciones, ropa y dinero para que pueda llegar a su destino. El robo y la desazón del principio se sienten lejanos, una escena de otra película.
De allí en más empieza el periplo de Yoav por espacios e instituciones francesas, pero la crítica demoledora nunca termina de llegar. O, en todo caso, la sátira queda recubierta por la historia más o menos cándida del protagonista, como si Lapid jugara a invertir una fórmula conocida: si por lo general la fábula es la vía para ejercer camufladamente la crítica, acá pasa justo lo contrario; el comentario social se vuelve el vehículo para contar un cuento. Por ejemplo, Yoav conoce a Yaron, un israelí emigrado que va por todos lados presentándose y anunciando a los gritos que es judío, no importa si está en el subte o en un bar. Yoav lleva a Yaron a la oficina de su jefe en una empresa de seguridad: cuando Yaron trata de darle la mano, el tipo le hace una llave y empieza un combate de lucha libre. Minutos después, el recién llegado es aceptado y se le comunica que la empresa celebra dos veces por año encuentros de lucha clandestinos con neonazis parisinos. Si en el personaje pendenciero de Yaron hubiera, por obra de una metonimia exagerada, una crítica al militarismo de la agresiva política internacional de su país, la escena de la lucha la disipa y propone otra clave de lectura, una en la que se la comedia absurda se sobrepone a la sátira. Algo parecido sucede cuando Yoav se prepara para ser ciudadano francés y asiste a clases de idioma para inmigrantes: no debe haber mejor escenario que ese para burlarse del patrioterismo y para hacer humor con estereotipos nacionales. Lapid tiene todo al alcance de la mano pero se despacha apenas con unos chistes inocentones sobre asiáticos y africanos: la risa, en cambio, se traslada hacia Yoav y a su entusiasmo cuando canta el himno francés.
La puesta en escena es cambiante y un poco errática, aunque todo sea fruto de un cálculo milimétrico: a un plano de gran precisión puede seguirle una cámara en mano temblorosa que apenas permite ver lo que registra. Un diálogo filmado sin cortes puede ser interrumpido por el movimiento enloquecido de la cámara que observa una lámpara en el techo y a Caroline que la apaga y la prende. No hay en esos traqueteos formales un proyecto claro, se trata de juegos de estilo más bien gratuitos que apuntalan desde la imagen y el sonido el derrotero sorpresivo del protagonista y de sus amigos. Como si Lapid buscara nuevas formas de filmar París y, evitando el realismo al uso, terminara volviendo a algunas soluciones formales de los 60, en especial del cine francés. La referencia puede no ser ociosa: Yoav corretea por la ciudad en un sobretodo amarillo y sin un plan definido, más o menos como lo hacía Belmondo en Sin aliento.
La película, por obra del relato pero también del enrarecimiento tenue de la puesta, va perdiendo su tan anunciada virulencia: la historia del israelí que conoce los horrores del ejército y abandona su país en busca de una vida mejor en Francia adquiere los rasgos de una fábula que evoca la textura de la primera Nouvelle Vague. Lapid conduce su película por un terreno que no es el de la esperada diatriba nacional ni el de los retratos nacionales corrosivos, sino el de una alegoría cordial acerca de un hombre que escapa de su pasado y su tierra sin poder nunca dejarlos detrás suyo.