Sopa de letras
En Sinónimos, de Nadav Lapid, el soldado israelí Yoav intenta convertirse en ciudadano parisino, reflejando un exorcismo del director con su pasado.
Un paso ligero nos lleva de las narices por las callecitas de París hasta que entramos por una puerta a un majestuoso edificio francés. El protagonista, Yoav (Tom Mercier), sube las infinitas escaleras cargando una enorme mochila sobre su espalda. Debajo de una alfombra color carmín se oculta una llave. Él lo sabe, desconocemos cómo. Con esa llave ingresa a un piso gigante. Tan enorme que podría transcurrir allí una fiesta de gala donde bailen valses mil parejas, flameando el vuelo de sus vestidos en ese living que parece no tener fin. Pero lejos de esa imagen llena de vida, el departamento está vacío. Sin muebles, sin platos, sin libros. Sin rastro humano. ¿Y Yoav? Algo de su humanidad parece haberse perdido en el viaje que lo llevó hasta esa casa fantasmal. O tal vez invadida por un solo fantasma: Yoav. A quien antes de saber quién es, qué hace y por qué ocupa un piso vacío vemos su cuerpo desnudo. El joven veinteañero de pelo corto, panza chata y pestañas arqueadas se mete en la bañera y calienta su piel lampiña con un chorro de agua tibia. Lo único que hay en esa casa es un jabón que Yoav derrite al pasarlo por su pecho. Cuando salga del baño descubrirá que lo único que tiene, un calzoncillo y dos prendas de ropa, se han esfumado. El protagonista está tan vacío como ese departamento que está demasiado limpio. Como la piel perfumada de Yoav. El espacio refleja el misterio que cubre al protagonista.
Sinónimos: un israelí en París, el tercer largometraje del director israelí Nadav Lapid, presenta a un personaje impenetrable, para nosotros y también para todos aquellos que lo rodean en la ficción. Yoav es un soldado que dejó su país natal y su mayor deseo es convertirse en ciudadano francés. Es tan intensa su necesidad de ser aceptado, de que París se transforme en su nuevo hogar, que se promete no volver a hablar en hebreo. Sepultar su pasado a través de un cambio de idioma. Yoav se aferra a un diccionario, su mayor aliado, y repite palabras como si fueran rezos. Enumera sinónimos al ritmo de un trap. “Morir, descubrir. Descubrir, morir”, ensaya en voz alta. La palabra es protagonista en esta película, al igual que lo era en su film anterior, La maestra de jardín (2014), donde el niño de cabellera rubia que le da motor al relato se llama justo igual que el soldado israelí que deambula por París. En ambas películas el recitado tiene el peso que hace avanzar la historia de forma silenciosa. En La maestra de jardín son los poemas que el niño de 5 años, Yoav, construye con algunas palabras que lanza al aire con suma inocencia. Palabras que lo exponen al peligro de los intereses de una profesora desquiciada. En Sinónimos: un israelí en París, Yoav, el adulto, pronuncia sustantivos, verbos y adjetivos para encontrar ese refugio ansiado. “Escribe sobre el amor no correspondido”, le dice la niñera del niño cuando la profesora de preescolar le pregunta cómo es su proceso de escritura. Yoav, el adulto, también escupe arrastrado por un amor no correspondido: Francia, la tierra donde él anhela ser aceptado y querido.
“No voy a volver nunca. Israel morirá antes que yo”, le dice Yoav a Emile, un francés de clase alta que aspira a ser escritor. Y para impedir ese retorno que suena a pesadilla, el protagonista hará lo que sea: algunas tardes se desnuda frente a un fotógrafo perverso que le suplica que gima en hebreo. Ese idioma que tanto quiere olvidar. Yoav recorre París sin pausa. Atraviesa la ciudad de una punta a la otra a toda velocidad, como si fuera el Correcaminos. Imperceptible hasta su sombra. El ritmo del relato es similar a su paso: ligero pero sin sobresaltos. Continuo pero no por eso calmo. Mientras tanto, charla con personas, comparte ropa y anécdotas, hasta tiene sexo con una de ellas. Sin embargo, él está solo con sus tortuosos recuerdos, tal como sucede en el cuento de Ernest Hemingway de 1925, “El regreso de un soldado”, cuando Krebs vuelve de la guerra y no puede conectar con quienes lo rodean, y sus padres se preocupan por su futuro. En Sinónimos: un israelí en París, como en aquel cuento, solo existe el presente, no hay espacio para el ayer ni tampoco para el mañana. Solo hay síntomas de supervivencia, como si aún siguieran ambos protagonistas luchando en medio de la batalla.
¿Qué clase de película es Sinónimos: un israelí en París? El nuevo film de Nadav Lapid es igual a Yoav y a esa casa vacía de la primera escena: un misterio difícil de descifrar. Sinónimos es un exorcismo. Exorcismo que realiza el mismo director tratando de sacarse del cuerpo aquello que aún lo posee de su propio pasado en el ejército. Ese exorcismo que ocurre cada vez que baila, que agita sus brazos de forma exagerada. Como si sus extremidades estuvieran manejadas por otro, una marioneta dirigida por esos recuerdos tan perturbadores que lo obligan a borrar un idioma. El relato funciona cerca de las sutilezas, y menos al asomar las intenciones literales. Resplandece cuanto mayor es el desconcierto, huyendo del límite que divide al drama de la comedia, si es que acaso no van de la mano. Como en sus otras películas, este relato es pura violencia contenida que amenaza explotar en un cambio de plano. Entre una palabra y otra. La incertidumbre de un campo minado. El cine de Lapid es corrosivo, áspero y virulento en la quietud. Sinónimos: un israelí en París, por más que se encuentre lejos del campo de batalla, se mete en la guerra sangrienta que ocurre dentro del personaje, dividido entre Tel Aviv y París. Entre el hebreo y el francés. Entre las expectativas y la dura realidad. Es un protagonista fragmentado y por eso hasta su sombra es fantasmal. Sinónimos: un israelí en París se pregunta qué define la identidad: ¿el terruño, la foto del pasaporte, los modos, las obsesiones? Yoav aún no lo sabe, pero está cerca de averiguarlo. Lo que define a este personaje son sus historias. Aquellas que le entrega a Emile para que las use como propias. “Necesito que me devuelvas mis historias. No tienen nada de especial. Pero son mías”, le dice al escritor cuando descubre la importancia que tienen. Hay en esa afirmación una respuesta: la identidad es cada experiencia que nos construye como personas únicas. Sean recuerdos turbios o brillantes. Solo hay que saber qué formar con ellos, como en una sopa de letras. Al igual que esas palabras sueltas que pronuncia Yoav cuando recorre París. Los recuerdos como idioma universal.