Emanciparse nunca es tarea sencilla, y para Yoav, más aún. Como indica el subtítulo en castellano en nuestro país -Un israelí en París-, Yoav (Tom Mercier) se las tiene que ver con el desarraigo, por más que sea él quien desea “sacarse” la ciudadanía israelí de encima. A eso hay que sumarle las diferencias culturales, su paso por el ejército, el descubrirse.
Sinónimos no es una película de fácil lectura, porque Yoav tampoco es un tipo de características sencillas. Cuestiona todo, o casi, y ayudado por ese diccionario que lleva a todos lados junto a su sobretodo color mostaza, intenta entender y más que nada (sobre)vivir en una etapa de su vida en la que independizarse y desvincularse, de su tierra y de sus padres, es intrincado.
La película, la tercera de Nadav Lapid (Policeman), arranca con una pareja de parisinos Emile (Quentin Dolmaire) y Caroline (Louise Chevillotte) que encuentran a Yoav bajo un estado de hipotermia. Sin tener conocidos en París, Yoav entabla una relación de amistad, pero también de cierta dependencia, sea económica, o de otro índole, que ya se verá, pero siempre conflictiva.
Emile tiene ínfulas de escritor, y Yoav le “regala” sus historias propias, no escritas, pero sí relatadas sobre su familia y su paso por el Ejército; Caroline toca el oboe en una orquesta sinfónica, y Yoav, por más que sale con sus amigos franceses e israelíes -hasta tiene un ingreso como agente de seguridad en la Embajada de su país-, es tan terco como lo perdido que está.
Un par de secuencias tienen un valor intrínseco, que a la vez explican el todo: Yoav, sobre un puente del Sena, filosofando con Emile sobre el simbolismo del río, y que no puede mirar -hay otras dos, en las que deambula por la catedral de Notre Dame, con distinto significado-, y una sesión de fotos con un artista, que le pide que se desnude.
Son dos muestras de lo difícil que es para Yoav la construcción de su identidad. Pero el director israelí va más allá -de ahí, tal vez, que los europeos le encuentren muchas más capas a la película, premiada con el Oso de Oro en el último Festival de Berlín- y pone el dedo en la llaga con el tema de la inmigración y la organización y disciplinamiento institucional en Francia -atención a cuando cantan La Marsellesa-.
Pero también están, en primer plano, el amor y el deseo de estos jóvenes intelectuales, que no son como Los Soñadores de Bertolucci, pero que viven en carne propia lo que es ser tiernos a comienzos del siglo XXI.