Yoav (Tom Mercier) corre desnudo y muerto de frío por las imponentes escaleras de un viejo edificio parisino. Es allí donde abandona lo que trae de su Israel natal para reinventarse en la Francia de los mejores sinónimos. "Voy a ser francés", les repite a Émile (Quentin Dolmaire) y Caroline (Louise Chevillote), los nuevos amigos que lo cobijan como los dioses caprichosos de esos relatos de Troya que cuenta una y otra vez.
El director israelí Nadav Lapid ( Policeman, La maestra de jardín) propone una escritura precisa para desmontar los contornos de toda identidad posible, justo en estos tiempos en que asistimos a sus mayores afirmaciones. Desde el mandato viril y militar del origen a los sueños de libertad y fraternidad prometidas, Yoav explora su ferviente presente como francés a través de los límites del diccionario, con la inevitable violencia subterránea de sentirse otro. En un recorrido de tensiones que se despliegan y símbolos que se deshacen, los movimientos de Yoav son firmes hasta la terquedad, decididos hasta el cuestionamiento.
Con un humor imprevisible y una cámara que desarma esa ciudad deseada y caótica en todas sus contradicciones, Lapid consigue un retrato lúcido y nada convencional de un territorio que escapa a los mapas y los himnos de batalla, que se nutre de la memoria y el cuerpo, de las historias de los héroes que huyen como Héctor ante Aquiles, que no son siempre las mejores pero son las propias.