Las ficciones interminables.
Es difícil escribir la crítica de una película que es, en realidad, la mitad de una película. La adaptación del primer libro de Los Juegos del Hambre, lanzada en 2012, puede disfrutarse sin el acompañamiento de sus secuelas. Pero su continuación directa, En Llamas, cierra abrupta e insatisfactoriamente, como también lo hace esta primera parte de Sinsajo. La popularidad de la fuente literaria significa que, como reza el dicho, cada película es “demasiado grande para fracasar”, y por lo tanto, antes que se estrene una de ellas, las próximas ya fueron filmadas o proyectadas. No es necesario que funcionen en soledad, ya que componen un conjunto cuyo éxito está prácticamente asegurado.
Volvemos a encontrarnos con Katniss Everdeen (una intensa y emotiva Jennifer Lawrence), ahora convertida en símbolo revolucionario de los distritos obreros periféricos, que desorganizadamente pretenden sublevarse contra una capital totalitaria. La guerra también se libra en los medios, y Katniss se transforma en el rostro televisado de la lucha (cuya verdadera estratega es la discreta y escrupulosa presidenta Alma Coin, encarnada por Julianne Moore). Reconfigura el personaje que anteriormente interpretó ante las cámaras capitalinas, en el morboso reality show del título, y usa su fama contra la misma clase dominante que la convirtió en estrella. Entre bastidores, es dirigida por un equipo de asesores e ideólogos, quienes la manipulan tan obviamente como lo hizo el estado dictatorial, aunque para fines supuestamente más nobles. Ambos bandos, opuestos ideológicamente, emplean sin embargo las mismas herramientas de comunicación, tema ya explorado en propuestas poco comerciales (No, de Pablo Larrain, y La Comuna, de Peter Watkins), y más que bienvenido en una epopeya mainstream para un público adolescente.
Dentro de un año, se estrenará la conclusión de Sinsajo. Recién entonces podremos juzgar la eficacia de este preámbulo, que por el momento es apenas un fragmento de una totalidad indefinida. Ya estamos acostumbrados a las épicas pochocleras divididas en episodios, estrenadas sucesivamente durante dos o tres años. Las precuelas de Star Wars, a partir de 1999, inauguraron la moda, seguidas por El Señor de los Anillos, Matrix, Kill Bill, Harry Potter, El Hobbit, Crepúsculo, las franquicias del universo cinematográfico Marvel y, obviamente, Los Juegos del Hambre. En ciertos casos, los films individuales concluyen sus respectivas historias en dos o tres horas de metraje. Pero la mayoría de las veces, el fundido en negro no señala un final, ni siquiera uno abierto, sino solamente una pausa. Como en el cine serial de la primera mitad del siglo XX, debemos regresar, en algún momento futuro, para ver la continuación de la trama. Aunque estas clásicas aventuras por entregas preludiaron lo que serían las series televisivas, recientemente han vuelto a la sala cinematográfica, ahora como superproducciones (cuyos antecedentes cinematográficos son la trilogía original de Star Wars y la de Volver al Futuro, inspiradas en el mismo modelo). Curiosamente, el mismo año en el que, como dijimos, arrancó esta tendencia, también apareció, en los televisores del mundo, Los Soprano, que fundó la llamada “edad dorada de la televisión estadounidense”, marcada por productos de gran ambición artística. En algunos de ellos, como Breaking Bad o Juego de Tronos, cada episodio, lejos de resolver un micro-relato de media o una hora, es apenas un eslabón en un larguísimo argumento continuo, estructurado para ser visto de un tirón a través de Netflix o por Blu Ray. Resumamos: las películas se convirtieron en series, las series se convirtieron en películas (o en carísimas telenovelas) y el cine serial se convirtió en la norma.
Es posible que el espectador medio ya no se conforme con un cuento corto de dos horas: necesita algo de tres, diez o cincuenta horas. Ningún blockbuster dura menos de 120 minutos y hasta los videojuegos, cada vez con más frecuencia, incluyen guiones de proporciones novelescas. Semejante arquitectura serial encuentra su origen en la literatura: la novela decimonónica, la de género (ciencia ficción y fantasía) y los cómics. Como sea, no es un buen momento para ser un amante del arte de la concisión. En el famoso relato borgeano, “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, un universo fantástico, generado colectivamente por cientos de autores, amenaza con devorarse la realidad: “Una dispersa dinastía de solitarios ha cambiado la faz del mundo. Su tarea prosigue. (…) Entonces desaparecerán del planeta el inglés y el francés y el mero español. El mundo será Tlön”. En nuestro contexto multimediático, estamos rodeados de ficciones audiovisuales que, para colmo, padecen de gigantismo narrativo y ocupan todo nuestro (ya limitado) tiempo. Esto lo escribo como un admirador de las obras aludidas. Pero, a veces, hasta el amor necesita un descanso.