Cuando hay hambre, no hay pan duro
La entrega final de la saga expone de modo evidente los límites de lo que el cine teen está dispuesto a narrar.
Tres entregas en la misma cantidad de años muestran que es muy fácil pegarle a Los juegos del hambre por factores que van desde el afano indisimulable de su concepto central a Battle Royale hasta el rebaje absoluto de su contenido político. Pero el error es menos de las adaptaciones de las novelas de la aquí coproductora y coguionista Suzanne Collins que de aquellos empecinados en pedirle a este tipo de producciones una complejidad que hoy, con las particularidades de un mundo al borde colapso, no van a dar. En ese contexto, Sinsajo - El final se destaca por su capacidad extrema, casi subversiva, de exhibir de forma evidente los mandatos y límites de lo que el cine para adolescentes está dispuesto a mostrar y narrar, convirtiéndose así en una película-síntoma: “Esto es lo más crítico y salvaje que pueden esperar en la actualidad”, parece decir a los espectadores.Los juegos del hambre fue víctima de la brillantísima idea impuesta en Hollywood desde el éxito de Harry Potter, que consiste en dividir el último libro de una saga exitosa en dos films aun cuando sea contraproducente para el arco dramático. Porque, claro, dos estrenos siempre recaudan más que uno. La división aquí es notoria: si Sinsajo - Parte 1 apuntó a desarrollar la faceta más “política” del asunto marcando el proceso de conversión de Katniss Everdeen (Jennifer Lawrence, imponente incluso cuando no quiere) de heroína proletaria a líder de la revolución contra el presidente Snow (Donald Sutherland), principal sostén de la división de Panem en distritos numerados del 1 al 12 y gradualmente más empobrecidos, la segunda oscila entre el melodrama pueril, el estudio de personajes carentes de gramaje –el insufrible Peeta (Josh Hutcherson) a la cabeza– y la concreción física de aquella revolución. Aunque de concreto hay poco y nada, y aquí está el problema del film.Garry Ross, responsable de la primera y mejor entrega, era consciente de la potencia nuclear que subyacía en la idea de un grupo de adolescentes matándose por puro regocijo televisivo. La solución que encontró fue desactivarla a fuerza de eludir cualquier atisbo de explicitud gráfica e ideológica, priorizando la construcción de un mundo autónomo, sólido, pleno de recovecos y extrapolado de cualquier contexto. Pero a medida que avanzaron las películas, Panem empezó a volverse familiar, obligando a Francis Lawrence, reemplazante de Ross, a focalizar indefectiblemente en la faceta más problemática y central de la saga: la violencia física e institucional. En ese sentido, Sinsajo - El final propone varias de las secuencias más transgresoras del mainstream contemporáneo: hay un bombardeo a civiles por parte del gobierno, amputaciones, una buena cantidad de muertes e incluso algunas críticas al sistema democrático. Pero para proponer sin mostrar habría que sugerir, y se sabe que la capacidad de sugerir no es una de las cualidades más habituales de las adaptaciones de best-sellers.Así, sin espacio para lo elusivo pero tampoco para lo explícito, era inevitable que un relato dominado por la violencia fuera víctima de su propia trampa y terminara cayendo por el peso de un lavaje visual e ideológico que genera una pátina casi cómica, incoherente aun dentro de la propia lógica interna. En la primera imagen, Katniss está en un hospital con el cuello convertido en un moretón gigante. La curación es de las más rápidas de la historia: ni rastros a la escena siguiente. Ya rumbo al Capitolio, el grupo rebelde sufre la pérdida del máximo responsable a raíz de mina antipersonal que le vuela las piernas pero no lo rasguña ni lo hace sangrar. La cauterización es, claro está, instantánea.Tampoco ayudan demasiado la acuosidad de los diálogos que llenan los tiempos muertos ni el desdén para con aquellos personajes secundarios que supieron sostener gran parte del interés previo, como el presentador televisivo de Stanley Tucci, el asesor alcohólico de Woody Harrelson y su colega a cargo de Elizabeth Banks. Entre medio de todos, se pasea un Philip Seymour Hoffman lacónico y premonitoriamente espectral. Que su suicidio en pleno rodaje haya obligado a injertar imágenes descartadas en las secuencias finales es la cereza de una película quirúrgica, diseñada antes que filmada.