El cine de terror atraviesa un buen momento en la cartelera comercial argentina. En términos comerciales, por las notables perfomance en taquilla de El exorcista del Papa y la muy buena Evil Dead: El despertar. En materia artística, porque a esas dos propuestas, muy distintas entre sí aun cuando apelen a fórmulas habituales, se suma esta semana Skinamarink, una de las apuestas más arriesgadas y difíciles de encasillar que se haya visto en las salas en mucho tiempo.
La sinopsis es tan simple como engañosa, en tanto da una idea muy distinta a la extrañeza casi metafísica que anida en el núcleo de película del canadiense Kyle Edward Ball. Sucede que, si bien todo comienza cuando dos niños despiertan en medio de la noche y descubren que su padre ha desaparecido y que todas las ventanas y puertas de su casa ya no están, Skinamarink desanda caminos más propios del cine experimental que del asociado a los sustos, los fantasmas y la sangre.
Filmada casi en penumbras con una cámara huidiza que hace del fuera de campo un elemento fundamental, Skinamarink está llena de susurros y de sombras, de manchas y rostros apenas visibles, elementos que construyen un minimalismo por momentos desconcertante. A excepción de algunos golpes de efectos sonoros, Edward Ball huye despavorido ante la posibilidad de caer en algún lugar común.
A cambio, pide un espectador atento, paciente y predispuesto a dejarse llevar por un relato que, a la manera de una serpiente, va envolviéndolo sin prisa pero sin pausa en un universo donde lo aterrador surge del enrarecimiento de lo cotidiano y de lo minúsculo. ¿Que la película es un tanto extensa? Es cierto: no le hubiera venido algunos minutos menos, pero el lograr un viaje sensorial e inmersivo hacia los miedos más afincados en la infancia es un mérito que compensa de sobra cualquier falencia.